Pasó más de una semana desde que terminó el Cosquín Rock. Hemos leído crónicas, análisis, informes, investigaciones sobre una nueva edición del Festival más importante y federal del país, pero no fue uno más: se festejaron los 25 años de esta alocada idea que se erigió como el ritual de cada febrero. Trataremos de contar lo que se vivió y lo que significa. O por lo menos lo intentaremos…
Barro tal vez
“El Amor Después Del Amor” fue el primer CD de rock que escuché en mi vida. Le continuaron en aquellos tiempos “La Renga” e “Hijos del Culo” de Bersuit Vergarabat. Pero yo no los busqué, me aparecieron. Algo así es la música. Algo así es el rock. Te encuentra, se te aparece y te atrapa para no soltarte jamás. Para que
con el paso del tiempo le demos la derecha a Nietzsche , quien dijo que “La vida sin música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”.
Ir al Cosquín Rock es, a la inversa, ir hacia la música. Son miles y miles de almas que caminan a su encuentro. No importa la lluvia que se desparrame por toda la provincia de Córdoba, porque será una bendición y buen augurio. No importa si justo en La Falda, la lluvia se corte para después sentir que se deshidrata al tocar suelo de Santa María de Punilla. Eso será visto como el milagro de la música, cuyo resultado será un barrial impresionante, para entorpecer el buen caminar. Para que los pies busquen echar raíces en el predio del Festival, como aquel logo del 2009.

No importa si dista mucho de lo que fue y -tal vez- de lo que será. Es un momento único, donde las energías confluyen, donde el amor está en el aire y la música en todas partes (“Vivirlo con vos, para mí es la gloria”, susurra una mujer llamada Florencia en la Casita del Blues con Piti, para que conecte con el destinatario que está en la otra punta del predio). Es cada esquina que en enero se llena de guitarras criollas y en febrero de eléctricas. Es un porrón compartido con un desconocido, que en los minutos que dure un tema de Los Redondos, será casi un hermano. Un paisaje surrealista, lleno de realidades.
La película de los mil guiones que terminó siendo ATP
Si 20 años no es nada, 25 años son un montón. Y eso es lo que se celebró en esta edición del Festival. Y eso también es la definición de este ritual. Porque cada vez es más grande, es más inmenso. Es más inabarcable. Es un montón, en el buen sentido.
Aquella idea que comenzó en la mente de Julio Mahárbiz, quien era el director del INCAA en el 2000, y que materializaron José Palazzo y sus secuaces, para que se convirtiera en una película donde cualquier guionista se hubiera quedado corto: Pappo cantando con un arma en su chaleco; Ciro quebrándose los meniscos queriendo cabecear una pelota gigante, mientras cantaba “El Farolito”; Riff tocando por última vez antes de la muerte del Carpo en la misma edición que Charly tocó tres temas con él; García teniendo que tocar a las 20 y a esa hora recién salir a comprar unas cosas en Buenos Aires, y el periplo de su llegada para inaugurar el Festival en una nueva locación. La Mona Jiménez con Juanse y Micky cerrando una edición; la presencia de Las Pelotas en todas las ediciones.
Las presencias internacionales como Die Toten Hosen, Deep Purple, Slash y Molotov (jugando de local por la cantidad de veces que se presentaron); Fito arrodillado tocando “Cerca de la Revolución” con Charly – a veces las revoluciones comienzan así, desde abajo-; el “Mono” de Kapanga haciendo pizzas a los colegas, entendiendo que la camaradería en los festivales si no es arriba del escenario, puede serla debajo; Callejeros cantando frente a la hipocresía del género; Calamaro cantando con un torrencial; Divididos tocando después de 15 años como si el tiempo no hubiera pasado; Jorge Guinzburg queriendo hacer un festival paralelo en los comienzos; las peleas de Palazzo con un vecino que lo hizo tener que dejar la comuna San Roque; la electrónica que llegó y se quedó; Nicki Nicole y Trueno enamorados y enamorando a la gente con el trap; Fito brillando sobre la montaña, al celebrar “El Amor Después Del Amor”; Ca7riel y Paco Amoroso haciendo mover a la gente y después moviéndose con la gente, en el pogo de “Ji Ji Ji”, a pocos minutos de que Skay se enojara por problemas técnicos y dejara de tocar.

Los 25 años de Cosquín dejaron en claro algo: todo cambia. La contracultura de principios de los 2000, es ahora un Festival ATP, como me dijo alguna vez el periodista Santi Ramos. El rock es tan sólo uno de los géneros que se escucha, pese a la molestia de tantos y a la fiesta de todos. Las bandas son efectivas, setlists parecidos a los que se reproducen en cualquier dispositivo sin fallas y, a veces, sin la magia del vivo. .
Ya no se tira más Fernando Ruíz Díaz desde una torre de varios metros al público: ahora hay un avión que hace piruetas y que dispersa a los oyentes mientras suenan las bandas, pero el Festival continúa. Ha sido un pulpo que nació con un tentáculo y se le fueron sumando otros para ser lo que es hoy. Un animal que puede mutar, cambiar de color, de formas, pero que sigue impactando y dejándonos anonadados. Con Divididos siendo lo que es siempre y Los Piojos dando una actuación soñada por miles (esas dos bandas fueron claves para que todo esto naciera de la mano de José Palazzo, Costantino Carrara y Héctor “El Perro” Emaides); con Wos imitándolos y siendo una aplanadora; con la política en boca de los más audaces en los escenarios; con la banca a los pibes que recién empiezan y ya crecen a pasos agigantados; con el rock necesario en Airbag y el respeto desde otros como Luck Ra o Residente alguna vez; la irreverencia -como un aire fresco- de Dillom; la fiesta de Los Decadentes; las injusticias con los homenajes necesarios a Charly y a Pappo.

Este último, a decir verdad, debería haber tenido algo mucho más grande. Relacionado a su talla como músico y artista y a más de 20 años de su muerte. Ahora bien: ¿“El Carpo” habría cantado en este Cosquín contemporáneo, donde los logos son una viva imagen de lo que pasa en el predio y no esa mano agarrando esa brasa caliente que hacía Rocambole? Lo habría visto loable o hubiera preferido un festival “honesto”? O habría bancado al entender que, como su rock, este festival no lo inventaron acá pero era nacional por haberse fabricado en nuestras tierras. Nadie lo sabrá.
No te sorprenda volverme a ver
Mahárbiz, a quien ya mencionamos, también fue quien patentó el grito “Aquí Cosquín”. Algo conocido por todo el mundo, pero que desde hace 25 años lo tomamos y lo hicimos nuestro, sin saber que el rock se mudaría. Para hacernos entender que no importa el lugar, si Cosquín, Santa María o la Comuna de San Roque: el Cosquín Rock es la gente.
Es mi primera cobertura para un medio y darme cuenta de lo que significaba y lo que producía la adrenalina de contar, en algunas palabras, lo que se generaba arriba de un escenario.

Son los padres que fueron chicos a principios de siglo, cuando todo explotaba, que ahora llevan a sus hijos para transmitir una pasión (como se vio cuando Los Piojos tocaron “Verano del 92”, con las “liendres”, es decir hijos e hijas de los músicos, tocando la percusión).
Son los más pibes que llevan a sus padres a toparse con lo nuevo para que no se vuelvan viejos vinagres, si no que sepan aceptar como ellos quisieron que los aceptaran los suyos; son amigas que se preparan todo un año para ese momento; la montaña que da un sermón para que lo escuche toda la gente, un ritual sin ateos que se dejan llevar por los ríos de cuerdas que vienen desde los músicos hacia nuestros corazones; es el nerviosismo de llegar rápido, de volver a ver lo que vimos una y mil veces, pero que no por eso deja de emocionarnos.
El Cosquín será siempre estudiado desde los números, con su impacto económico; desde los enojos de quienes quieren que vuelva a ser algo que no volverá jamás; desde el cansancio post festival; desde las zapatillas embarradas como señal de haberlo logrado; desde el enojo de que pongan bandas juntas y eso provoque que nos perdamos de ver todo lo que queremos. Pero siempre, siempre, debe analizarse desde la gente. Comentario aparte, por lo que venimos poniendo es que no puede volver a pasar jamás lo que sucedió con los contratados para trabajar esos días y que Andy Ferreyra comentó tan bien en sus redes.
En el libro “Cosquín Rock” que escribió Víctor Pintos, José Palazzo da una definición más que interesante: “El público del Cosquín Rock se queda como si fueran bichitos de luz cuando hay una lamparita prendida”. Eso en relación a cómo convenció de que las bandas tocasen a cualquier hora, preocupadas por si habría gente. Pero para mí esa definición va más allá. Es realmente lo que pasa. Para explicarlo mejor: creo que somos bichitos de luz, pero que nos retroalimentamos. Es como que decimos “Ahora sí, que estoy como quiero. En un presente, a puro sentimiento” y entonces le hacemos caso a Luis Alberto Spinetta que nos pedía: “Dale luz al instante/ Y es que nunca nunca te arrepentirás”.
Por eso seguimos yendo año tras año al Cosquín Rock. Por eso vamos, sin acreditaciones pero lo cubrimos como si. Porque de ese modo evitamos que la vida sea un error, una fatiga. Porque de ese modo volvemos del exilio de lo cotidiano. Porque nos sonríe el alma cuando vamos hacia la música, como si fuera una lamparita prendida.




















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