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Messi y el único mandamiento

Lionel Messi le mostró su dorsal a todo un Bernabeú estupefacto por ser víctima del mejor de la historia. Un gesto que lejos de ser prepotente es lo que es: Lio, haciendo que todos se rindan, una vez más, ante él.

Messi y el único mandamiento
Messi y el único mandamiento

Éxodo 20: 1-17. Ahí se puede ver el pasaje bíblico en el cual se cuenta la historia de Moisés y los Diez Mandamientos. Uno de los primeros profetas de Dios, según el judaísmo y el cristianismo, quién no comió, ni bebió durante 40 días y sólo escuchó hablar a Dios. Luego de volver a comer y beber, bajó del Monte Sinaí para contarle al pueblo judío lo que había oído y aprendido. Al bajar, vio como ellos adoraban a un becerro de Oro, montó en cólera y le pidió a Dios “sellar un pacto”. Así se crearon, según la biblia, los Diez Mandamientos que rigen la fe cristiana y que son vitales dentro del judaísmo. Moisés alzó las tablas al cielo y leyó a su pueblo los diez valores esenciales.

El 23 de abril de 2017, Lionel Andrés Messi fue Moisés. Pero no precisó tablas, si no su camiseta. Con el 10 amarillo brillante, lo alzó ante todo el Santiago Bernabeú, adorador de Cristiano Ronaldo, irguiéndose como la gran figura del Derby, renovando credenciales, haciendo historia al marcar su gol 500 en el Barcelona y provocar la primera derrota del Real Madrid en tiempo de descuento en toda su historia ¡joder!.

Moisés también fue el encargado de dividir las aguas para salvar al pueblo judío del tormento de los faraones egipcios. Messi ya había dividido las aguas. Y más este año. Donde, hay que decirlo, no había firmado una actuación de este estilo en toda la temporada, ni en Champions en la épica ante PSG (las luces se las llevó Neymar) y mucho menos ante Juventus, dónde no jugó mal, pero no pudo brillar como el resto de sus compañeros. Dividió las aguas entre aquellos que lo seguían reivindicando como el mejor, y los herejes que ya le ponían a Neymar la corona dentro del Barcelona o a Cristiano Ronaldo. “Dios soy yo”, parece decir Messi, barbado, rústico, imponente. 170 centímetros que se pararon macizos, estoicos, a enseñarle a toda la Casa Blanca quién manda todavía, aunque varias ya se apuren en buscar un nuevo rey. El mejor del mundo hizo que todos renovaran su fe. Algunos golpeándose el pecho por haber creído siempre, otros, cabizbajos, enojados consigo mismos por haber dudado del enorme crack nacido en Rosario.

Messi parece obrar un milagro y hace “levitar” su camiseta.

Cuando promediando el primer tiempo ridiculizó e hizo amonestar a Casemiro, ya se veían que no sería un clásico más para él y que iba a estar como en sus mejores tardes. Cargó en sus hombros todo el peso de un Barcelona que no contó con un Luis Suárez lúcido, que extrañó a Neymar y que parece envecejer en su juego a la par de Iniesta. Del otro lado, el líder de la Liga, semifinalista de Europa, prepotente se asomaba como una bisagra: era ganar y dar pelea o perder y redondear una temporada mala, más allá de la final de la Copa del Rey que se asomaba más allá.

A Messi le pegaron. Mucho. Lo atendió el elegante Casemiro, le hizo sentir el rigor todo el mediocampo del Real Madrid e incluso Sergio Ramos intentó frenarlo con un planchazo evidente que, esta vez sí, tuvo la merecida sanción de la tarjeta roja. Dibujó slaloms de su época pre-barba, hizo que esas dos piernas que son puro músculo corrieran rápido y bien, solito y sólo se encargó de someter al equipo más grande del mundo. Una vez más.

Casemiro abrió la cuenta, tras un error de Ter Stegen, que luego se redimió y tapó pelotas de gol a Toni Kross y cualquier jugador de blanco que pateara a sus tres palos. Pero Messi fue Messi, combinó con Busquets, aprovechó la “cortina” de su amigo Suárez e ingresó al área blanca ya con agua en la boca, con sed de gol, con apetito voraz y luego de dejar en rídiculo a Carvajal, liquidó a Navas con la misma frialdad que tenía Robledo Puch en sus épocas de “Ángel Negro”. 1-1, en un partido en que Real Madrid era, y merecía más.

Como buen “Cristiano”, Ronaldo parece orarle a Messi.

La tapa del clásico osciló varias veces. Pudo ser para Rakitic, que dibujó un golazo de cuento para el 2-1 parcial para el Blaugrana; o para Piqué, que fue silbado por el estadio cada vez que la tocó, y vio como Keylor Navas le ahogó el grito dos veces mientras su gran “pique” en el derby,  Ramos, se fue expulsado. También coqueteó con ella James Rodríguez, que salió del banco, entró bien y leyó a la perfección una buena idea del incansable Marcelo para sellar el 2-2 que dejaba al Real Madrid manteniendo la ventaja, empatando el clásico con un hombre menos y a media catalunya masticando bronca.

Pero el chico de la tapa, una vez más, fue él. El único que creyó siempre en que ganar era una posibilidad certera. Sergi Roberto, que con su gol agónico a PSG y esta corrida épica en pleno feudo blanco, cambió dudas por aplausos, volvió a escuchar el llamado de la sangre y tomó la lanza. Corrió, esquivó y pensó. Todo en milésimas de segundos. La pelota, fue para André Gomes (este sí resistido de verdad en Catalunya) que la hizo correr para otro incansable como Jordi Alba que, en lugar de obnubilarse con los cuatro compañeros que tenía en el área, lo vio venir a Messi, bajando del “monte Sinaí”, con la prédica divina en su botín zurdo y la tabla con su único mandamiento bajo el brazo.

Le extendió la asistencia y Messi, único, irrepetible, mágico y monstruoso, sólo hizo lo que mejor sabe hacer: pegarle a la pelota y darle un destino certero. La mandó a dormir abajo, donde tejen las arañas, donde los arqueros jamás llegarán. La pelota tocó la red cuando al reloj le quedaban 12 segundos para cumplir los ’92 minutos. Atrás de él, se desplomó Cristiano, como aquel becerro de oro que cuenta la biblia. Es que Messi, mito, leyenda, deidad, profeta del fútbol, levantó un sólo mandamiento en el Bernabeú para una victoria en el clásico de proporciones bíblicas: “No dudareís de mí, nunca. Jamás”. 

El golazo de Messi

Y el resumen del inolvidable partido.