A las diez de la noche de un jueves de estos jueves, ella acelera los pasos con un barbijo que le besa los dientes, y con un sobresalto que le desabriga el corazón, y con una remera envejecida quizás por la abundancia de noches felices que dice “Indio”, y con una número 5 a la que abraza como se abraza a los amores que amagan con no agotarse y, además, con un pincel.

Mira ella el mundo en busca de asegurarse de que no la mire nadie, pero justo la miro. La miro y no puedo no mirarla. La miro y, en tanto la miro, el aire, los ojos, mi condición humana y la condición humana entera me empujan a no parar de mirar. La miro, la miro, la miro y, de mirarla y mirarla, al final me doy cuenta de que también ella me está mirando.

Me está mirando y la estoy mirando cuando, en medio del sobresalto que le desabriga el corazón, apoya la número 5 en el piso, a centímetros de un muro blanco que de día no convoca atenciones y de noche todavía menos. El pincel le flamea entre dos de sus dedos diestros y tiembla o yo creo que tiembla, por lo que le soplo la primera estupidez que me vuela desde el paladar:

-Tranquila.

Ahora es ella que me mira, me mira, me mira. Me mira y me sopla algo desde su paladar, pero ese algo que me sopla no es una estupidez. Al revés:

-Rodolfo Walsh escribió que las paredes son la imprenta de los pueblos.

Le contesto que es cierto que lo escribió y que, a la vez, es cierto que las paredes son la imprenta de los pueblos. Y la miro.

Y, cuando de nuevo la miro, ya no me mira porque lo que mira es su pincel, un pincel que a lo mejor o a lo peor durante alguna mañana sirvió para darle alegría o para entintarle tristeza al frente de un edificio, al cuarto de un pibito o a un cielorraso desteñido, y, enseguida, tampoco yo la miro porque lo que miro es que en el extremo de ese pincel brilla un poco de pintura negra.

Ella está a punto de apoyar el pincel en el muro blanco del que las pupilas de miles y de miles se desentienden en cada jornada, pero, antes, sí me mira. Me mira, baja la vista, resuelve que el barbijo ya no le bese los dientes y es ella quien da un beso. Besa la remera envejecida a causa de la abundancia de noches felices. La besa justo donde dice “Indio” y, desde ese paladar sin estupideces, me sopla unos sonidos más. Conozco como el agua a esos sonidos: “Me voy corriendo a ver qué escribe en mi pared la tribu de mi calle”.

Intuyo que en el corazón desabrigado le perdura el sobresalto mientras me arrimo a la número 5 y voy desafinando los versos de “Vencedores vencidos”, convencido de que el Indio canta con ella y conmigo eso de “Me voy corriendo a ver qué escribe en mi pared la tribu de mi calle”. Entonces me mira, la miro y ella anota, por fin anota, con el pincel de negro y sobre el muro blanco, lo que ahora anotan los pueblos de todas partes en las paredes que son sus imprentas.

Anota “Maradona eterno”.

Y se va.