Ball

El tesoro estaba ahí, cerquita

Los grandes creen que la riqueza vive en el dinero, en el poder o en el modelo de auto que tengan. Este pibe la vivía en el lugar de sus sueños, con una pelota o con un simple gesto de sus jugadores preferidos. Con los años la nostalgia golpea la puerta y lo hace entrar a un mundo -casi- de fantasía.

Carlos era un chico más de 6 años. De una familia normal de clase media que subsistía, como podía, a la situación socioeconómica del país. Desde que nació por su sangre pasaban cuatro colores: el rojo y el negro, el azul y oro. Siempre fue hincha del Club Deportivo Independencia y de Boca Juniors.

Jugaba al fútbol, mucho, con sus amigos. También iba a la escuelita del club, su club. Esa canchita, de alfombra, que raspaba hasta las uñas cuando alguno se caía. Los martes a las seis era la cita; se sentaba en la línea de mitad de cancha, esperaba al profe y después era la hora de patear (patear y patear) esa bendita pelota que lo embobaba. ¡Si habrá hecho amigos ahí dentro! Muchísimos pibes iguales a él que también iban a patear una y otra vez; que también iban a ser felices. Que, al igual que él, decían: “la lleva Auzmendi, ahí va el Cabo, patea y ¡goooooool de Independencia!“.

Casi siempre iba a la cancha. A veces solo, a veces con algún vecino del barrio, otras veces con su papá. Ese equipo lo enamoraba, la hinchada también. De tanto ganar, el Club Deportivo Independencia tuvo la chance de jugar un torneo nacional, y le fue muy bien -¿Cómo no le iba a ir bien si tenía un equipo de la puta madre?-. Llegó lejos, muy lejos. No sólo en el certamen.

Aunque en esa época la economía no era la mejor y la riqueza no abundaba -salvo en algunos sectores-, ese muchachito la encontraba en ese predio pegadito a las vías del tren. Ahí, en ese lugar, no necesitaba más que unos cuantos gritos de la vieja Alicia y unos lindos goles de los colores de su alma. Las incontables veces que sintió una gran felicidad al entrar a la cancha de la mano del número 5, cuando toda la hinchada gritaba y festejaba la salida del equipo, hicieron de esos momentos algo único.

Una tarde, como otra de aquellas de domingo, cruzando la vía llegó al mundo. Era otra travesía por los torneos argentinos. La tribuna techada, los tablones de madera; la hinchada, los bombos y las banderas; papelitos de diario por todos lados. La felicidad le completaba el corazón, como un abrazo de su abuela o como gritar un gol en el baldío de la esquina. El cielo no estaba celeste, como lo había visto antes de llegar, y el sol no aparecía. Todo era gris, pero lejos de presentarse la gran tormenta que pronosticaban los servicios meteorológicos, lo que tapaba el resplandor del día eran los papelitos. Como si fueran billetes para comprar la coca en el entretiempo, este niño, enfundado en la casaca rojinegra, explotaba de emoción al verlos volar. El equipo estaba en la cancha. No había mas palabras. Los bombos y redoblantes se metían en la cabeza, los gritos resonaban en toda la cancha, y la gente no dejaba ni un espacio vacío.

Empezaba otra ilusión para ese pibe que con 6 años soñaba ver a uno de los equipos de sus amores jugar con el otro club que lo enloquecía. Los Auzmendi, los Landa, los López, los Fonte; una excusa atrás de otra para creer cada vez más en esa utopía.

Ya no recuerda el resultado del partido, ni quien deformó su cara para gritar “¡GOL!”, ni siquiera si hubo expulsados. Sólo la memoria lo pincha, como los piques cortos de Manolo Auzmendi o los bombazos de Ema Landa o como los robos de Marcos López en mitad de cancha, y le dice que ahí, en ese lugar, fue inmensamente rico y feliz. Cada tanto vuelve, ya no es lo mismo.

Ahora ese pibe de 6 años se convirtió en un muchacho de 22. Ya las preocupaciones son otras. Estudiar en la facultad, tener plata a fin de mes, poder comprarse ropa, triunfar en la vida. La felicidad vive en otras cosas, no alcanza con una simple pelota. A veces se dice a sí mismo que extraña a su yo pequeño, que extraña ir al terreno de la esquina para jugar toda la tarde; que no se olvida de la canchita que raspaba hasta las uñas, mucho menos de la lluvia de papelitos.

Hoy que se preocupa más por el dinero piensa, y cree, que está perdido midiendo todo con esa vara. Hasta que el niño aparece, se instala en el cerebro, pone sus ojos para ver la vida. De golpe está sentado en la línea esperando al profe del Deportivo Independencia, entrando a la cancha de la mano del número 5, escuchando los gritos de la vieja Alicia.