Cada vez que suena “El final es en donde partí” vuelvo a pensarlo: hasta cuándo mis rodillas van a seguir sintiendo ganas de saltar. El Chizzo dice que estamos llegando al final, tira el acorde en quinta y la frase siempre me sacude. Cajas, paradigmas, tonos, estilos, ideologías o filosofías: como quieran decirle, mi cabeza está ahí, escuchando a una banda que no habla más que con sus temas, que no da entrevistas y cuyos músicos casi no dan preámbulos en cada canción.
El popurrí donde el show culmina suele juntar “El viento que todo empuja”, “El final…” y “Hablando de la libertad”, entonces, yo abro los oídos y los ojos y mi corazón y ya me olvido de cualquier ritual y no saboreo ni un trago más de cerveza y le regalo las decisiones de mi destino a esa frase: “¿En qué lugar habrá consuelo para mi locura?” Nada es igual después de ver a La Renga: nadie puede ser lo mismo después estar en vivo escuchando “Bien alto”.
Porque la valentía no es un desprendimiento hormonal: es una convicción y los tipos esos, cada vez más grandes, con las gargantas más cargadas de rocío y los tobillos más gastados te están diciendo que no seas careta, que no te dejes pisotear, que le tires patadas voladoras a los que se lo merecen y que en tu risa viva el arte de que rían los demás.
Y si alguien quiere deslegitimar este pensamiento tildándolo de religioso lo acepto, pero lo desafío: ¿cuántos dioses proponen en sus salmos la idea de que el horizonte es siempre siempre un peldaño más? La Renga no especula. Cuando hicieron el primer River, en noviembre de 2002, una revista rockera mostró con sorpresa que la banda, al terminar el recital, en vez de ir a Rumy, guardaron todas sus cosas y se fueron a comer un asado gigante a Mataderos.
Desde que sacaron el último disco, “Pesados Vestigios”, en diciembre de 2014, hicieron 26 recitales, anunciaron 3 fechas más para octubre -en La Pampa, en Neuquén y en una ciudad a 200 km de Mendoza capital-. El último fin de semana, en Paysandú, al tercer tema, Chizzo dijo que seguramente los uruguayos se estarían preguntando cuándo vendrán, cuándo vendrán y anunció esa preciosa frase de que la muerte está tan segura de vencer que nos da toda una vida de ventaja.
En el medio, les suspendieron cuatro recitales y uno terminó con un comunicado en el que la banda le consultaba al gobierno por qué autorizaba a los Rolling Stones a tocar en el Estadio Único y no a ellos. Porque ese dato es fundamental: La Renga no está habilitada para tocar ni en Capital Federal ni en el Gran Buenos Aires ni en La Plata. Pero siguen, no se esconden, se auto gestionan y, como desde el primer día en que decidieron dejar de anunciar sus recitales por la radio, reflexionan: “Se ve que el boca en boca llegó muy lejos”.
La primera vez en que vi a La Renga fue en octubre de 2000 en Ferro. Dos años antes, mi papá nos había comprado “Bailando en una pata”, el disco en vivo de Obras. En Caballito, nos sentamos en la platea techada y estaba tan nervioso por el recital que antes de que arrancara fui al baño nueve veces a hacer pis. Presentaban “La esquina del infinito” y yo enloquecía porque todos los días previos había puesto “Panic Show” en un grabador en casa y me ponía a saltar sobre la cama.
Abrieron con ese tema durante un par de años hasta que, al salir “Detonador de sueños”, lo cambiaron por “A tu lado”. Busqué la lista de temas de esa noche y recordé que tocaron “El final es en donde partí”. Nunca fui a un recital en que no sonara. La jerga renguera suele hablar de banquete cuando se refiere a un recital de la banda. Todo espacio tiene su mística y, en este caso, las palabras parecen salidas de un Testigo de Jehová que toca el timbre el sábado a la mañana para evangelizar.
Podría decirte que vengas la próxima vez, donde sea, a preguntarte hasta donde pueden saltar tus piernas. Pero faltaría a la verdad que dice la plegaria del tema “El ojo del huracán”: “Cada cual pisa como quiere y tiene su razón de ser”.
Por Ezequiel Scher
Comentarios