La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos llevó el tema de la inmigración a la discusión pública mundial con más fuerza que nunca. Argentina no está exenta de esa polémica: también Mauricio Macri propuso endurecer los controles migratorios. Sin embargo, los medios y los objetivos de cada uno son distintos, aunque sus abordajes son similares porque tocan sólo una pequeña parte del problema de fondo.
Trump argumentó durante su campaña que expulsar inmigrantes resolvería fundamentalmente un problema: la inseguridad. Ésta incluye una faceta de política exterior, encarnada en la lucha contra el terrorismo, y una de política interna, relacionada con el crímen organizado. En función de la primera, Trump firmó un decreto que prohíbe el ingreso a Estados Unidos por 90 días a los ciudadanos de Irán, Irak, Libia, Siria, Somalia, Sudán y Yemen. Pensando en lo segundo, su propuesta de construir un muro en la frontera con México le dio notoriedad como candidato y generó más resistencias que apoyos en la comunidad internacional.
Macri, en tanto, fue menos extremista. También a partir de un decreto, el presidente argentino instrumenta un procedimiento “sumarísimo” para expulsar a los extranjeros que estén procesados por delitos que en nuestro país estén penados con cárcel (aunque en el suyo no). La decisión estará a cargo de la Dirección Nacional de Migraciones. El decreto hace hincapié en delitos graves, como son el tráfico de armas, de personas o de drogas, el lavado de dinero o las inversiones en actividades ilícitas. Anteriormente, se podía expulsar a un extranjero que estuviera condenado a 3 o más años de prisión efectiva.
Ahora bien, ¿contribuyen estas medidas a mitigar notoriamente los crímenes violentos, el narcotráfico o – en el caso de Estados Unidos – el terrorismo? Para que eso fuera cierto, debería asumirse que esos delitos son cometidos por extranjeros en una proporción importante. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto. En Argentina, por ejemplo, solo un 6% de la población carcelaria nació en otro país. Esa cifra aumenta a un 33% en lo referente a crímenes federales (entre los que se cuenta el narcotráfico), lo cual deja aún un 67% de nativos.
En Estados Unidos, en tanto, no hubo en los últimos años referencias de ataques de organizaciones como Estado Islámico, sino que muchos de los tiroteos masivos que aparecen en los medios y en los que mueren inocentes fueron causados por ciudadanos norteamericanos. El Presidente, en tanto, está a favor de la tenencia legal de armas con mínimos requisitos. Además, el decreto de Trump deja de lado – presumiblemente en pos de intereses comerciales – a países como Arabia Saudita o Egipto, que también son de mayoría musulmana y de los que provenían algunos partícipes en el atentado a las Torres Gemelas del 11-S de 2001.
Así las cosas, no parece que la cantidad de inmigrantes sea una causa directa ni de los crímenes violentos, ni del narcotráfico, ni del terrorismo. No es casual que ninguno de los dos mandatarios haya decidido modificar las leyes respectivas a través del Congreso, donde hubiesen tenido que alcanzar consensos con la oposición, ni tampoco que Trump haya entrado en conflicto con la justicia por este tema. Pareciera que los Estados utilizan a los extranjeros como un chivo expiatorio; esto es, como una figura sobre la cual cargar las culpas de problemas que se tornan inmanejables. En todo caso, sería mejor intentar pelear contra estos dramas sin distinguir entre extranjeros y nativos, sino entre quienes son criminales y quienes no lo son.
La única razón que queda para justificar medidas de este tipo es la simple xenofobia. Es más agradable pensar que – por el lado de los mandatarios – no se trata de eso, sino de un razonamiento que vincula erróneamente medios y fines. Aún sin saber cuál es la razón real, mucha gente sufre por eso y se generan sentimientos nacionalistas que terminan en comportamientos de segregación que es preferible evitar.
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