Con las palabras que titulan esta nota, Los Redondos resumieron las tareas de una de sus líderes en la carátula interna de Luzbelito, nada menos. ¿Cuántas personas se necesitan en la actualidad para hacer todo lo que aportaba ella en la mítica banda? El componente espiritual que le aportan a la que se puede llamar “manager”, deja la pregunta sin una respuesta posible. El ascenso under en los 80s culminó con la bisagra en tiempo de descuento: durante diciembre de 1989 el grupo desembarcó por primera vez en Obras Sanitarias. La década del 90 fue la etapa de estadios, pero siguieron manejando todo de forma netamente independiente, amparados por la figura omnipresente de La Negra Poly.
Suele ser complicado situarse en el imaginario de contextos anteriores. Hace 3 años, en 2017, el movimiento feminista instaló el debate sobre las mecánicas machistas en el pequeño mundo del rock argentino. Fue deber de todas las personas cuestionar las actitudes y costumbres que se ubicaban en diferentes lugares de acción u omisión de estas prácticas. Sin ir más lejos, la última edición del Cosquín Rock fue uno de los primeros sectores de la cultura antes llamada “rock chabón” que tuvo que modificar su estructura para incorporar el 30% de cupo femenino que establece la reciente Ley. Las cuestiones que eran habituales antes del movimiento de mujeres ya parecen muy lejanas, pero para ubicarnos en el presente donde una banda masiva conquistaba estadios de fútbol de forma independiente, imponía formas de trabajo y desoía constantemente los mandatos de “la sociedad” bajo la conducción de una mujer, hay que retroceder décadas.
En esta suerte de viaje en el tiempo cuesta imaginar cómo era la dinámica de trabajo en un ambiente netamente masculino y presumiblemente machista. Basta con repasar que algunas grandes negativas a nombres importantes fueron por no querer participar del programa de Juan Alberto Badía, o por rechazar un ofrecimiento de mucho dinero por parte de Daniel Grinbank quien quiso ponerse a cargo del grupo promediando los 90s. Este último, finalmente, sería parte de una co-producción para el arribo de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota al estadio con mayor capacidad de la Cuidad de Buenos Aires, en el año 2000. Hubo que llegar a ese punto de convocatoria para que Poly hiciera una concesión dentro de su fundamentalismo independiente. No es un dato menor considerar que después de una década realizando recitales en canchas de fútbol, aquel en El Monumental fue el primero donde el staff debió utilizar credenciales de acceso. El contexto era muy distinto del actual, por donde se lo mire.
Hoy (y entiéndase como “hoy” todo momento previo al aislamiento) el público de recitales en general y del rock en particular, entiende de forma más clara que pagar una entrada brinda derechos como espectador del mismo modo que le brinda responsabilidades a la organización del espectáculo. Esto viene de la mano de un crecimiento del show business que ve en los recitales multitudinarios enormes oportunidades económicas y necesita que asistir a ese tipo de eventos no configure un riesgo de ningún tipo.
Entonces, hay que situarse en la nefasta década del 90. Los datos duros dicen que esa juventud en la que hoy se puede reconocer el futuro y a la que se intenta cuidar como tal, en ese entonces era la cara más dura de la exclusión cultural y económica que proponía la gestión de Carlos Menem. Sus vidas no valían, sus sueños no valían, su tiempo no valía. Ese corso les bailaba fuerte en la cabeza y era espantado ocasionalmente por los susurros especiales de Patricio Rey. De todas formas, su lugar de encuentro sucedía en el mundo real. No era tiempo de luchas con correcciones políticas ni abrazos colectivos. Eran tiempos de guerra que recrudecerían. Las filas ricoteras ya habían sufrido bajas y el mensaje era que estaban perdiendo. Todos estaban perdiendo. Pero el mal imponía la cultura y decía que estaban ganando, como sucedió incontables veces antes de que se pluralizaran las voces y se democratizara el aire, que le pertenecía monopólicamente a la gran voz argentina.
¿Sorprende, en el contexto de la noche gris que significó el menemismo para el sector popular de nuestro país, que las apariciones de Patricio Rey estuvieran marcadas por las marginalidades? De ley, de cuidado, de conciencia. La noche de diciembre del 1994 en el estadio de Huracán, estaba caldeada desde temprano. Afuera, un grupo pequeño había apretado a Claudio Quartero (hijo de la negra, colaborador en producción del grupo) para que le liberara una puerta “o les tiraban un fiambre”. Adentro, ya se había extinguido la lona que cubría el césped y había ardido en una fogata. Ahora el campo era el escenario de una batalla campal y las miradas iban dirigidas a Poly, para que calmara a las fieras. La negra puso a sonar a Tchaikovsky, un compositor de música clásica histórico, y mágicamente la violencia acabó.
¿Alguien más podría haber imaginado que era esa la solución? La respuesta quizás se encuentre en que Poly no estaba ahí de casualidad. Indio y Skay no formaron una banda y en un momento decidieron que preferían tener alguien que hiciera las veces de mánager para descansar responsabilidades. No. La leyenda de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota se forjó al calor de los corazones de estas tres personas que quizás no se hayan trazado como objetivo resultar el grupo más convocante del país. Seguramente se hayan sorprendido al encontrar sus fieles en los márgenes de todo margen, pero siempre fueron consecuentes con su rol y asumieron la responsabilidad de algo muy importante: cuidar de su público.
Del mismo modo que revisamos aquella época con la óptica del presente, quizás debamos entender que más allá de lo disruptiva que pudo ser la presencia de La negra en el mundillo rockero de los 90, seguramente hubo muchas situaciones que respondían a los roles de género de aquel tiempo. Si en el 2020 aún se intenta dejar de perpetuar a las mujeres y madres en el papel de cuidadoras, resulta lógico suponer que el espíritu de Patricio Rey velaba por sus fieles gracias a la intervención de Poly. No fue magia, los condujo una mujer.
El escritor Enrique Symms, personaje satélite del grupo que supo realizar monólogos para abrir los shows ricoteros, realizó una suerte de disculpa pública hacia Poly cuando su relación con la banda no gozaba los placeres de antaño. Quizás sus palabras sirvan como una descripción apasionada y descorazonada a la vez: “Ella siempre es tuvo ahí. Con el culo en la calle, peleando en el bar con 20 imbéciles cretinos para salvar la sarnosa fiera a punto de ir presa, con el duro culo que le permite bancarse el peor papel de la obra: el del malo, el del perseguidor, el del almacenero que hace los números, el que echa soberbiamente o recibe con una errada humildad, malvadamente precisa o arbitrariamente pasional, eligiendo a veces con la mirada de la conveniencia que enseña la calle y otras con la pasión loca de una cabra bruja”.
En la lámina interna de “Un baión para el ojo idiota” (1987, tercer disco de la banda), la ficha técnica reza “Nueve milímetros: Poli”. El guiño hace referencia a una historia incomprobable, que tuvo cierto revuelo en la prensa, donde decían que La Negra ostentó un arma para dar fin a las evasivas que llegaban a la hora de cobrar algún show. El lugar que ocupa Carmen Castro en el universo ricotero la ubica en posiciones más cercanas a “ingeniera psíquica”, “arte de magia” o “la hechicera” que soldaba “corazones con sus caricias” (según la recopila la vida discográfica del grupo en sus créditos) que a la de una patotera armada.
Abrirse paso en el antiguo mundo del rock de forma independiente y siendo mujer, debe haber sido más bien obra del arte que de la violencia. Si a Skay le cantan que es el corazón, si Solari se adjudica cierta potestad como el cerebro del grupo, a Carmen Castro le quedaría ser el cuerpo. Pero hablamos de una deidad, de un ser sin forma física, de un dios nuevo y mejor hecho. Entonces, no caben dudas: la negra Poly es el espíritu de Patricio Rey.