Spotify. Deezer. Tidal. Google Play. Claro Música. SoundCloud. YouTube Music. Ninguno de estos nombres ni marcas era remotamente familiar hace diez años. Algunos ni siquiera existían. Hoy están todos asociados a la libre escucha musical y compiten por lo mismo: quién puede tener el mayor catálogo de artistas y lograr retener a la cantidad de audiencia más grande durante el mayor periodo de tiempo prolongado posible.
Cada uno de estos sistemas sabe que juega con uno de los gustos más grandes a nivel mundial y hoy su inalcanzable audioteca conmueve a más de unx que quiere tener permiso para recorrer ese pasillo cargado y cargado de producciones de todas las especies y pasar horas y horas sin necesidad de tener que preocuparse por nada más que una buena banda ancha y par de parlantes, cuando no unos auriculares con bluetooth.
Pero en sí, el motivo por el cual estas plataformas son electas también es el más obvio: el inmenso catálogo de todo tipo de música disponible a un precio virtualmente “gratis”. Las críticas alabando esta posibilidad está a la vista en los comentarios de cualquier tienda online para descargarlas. Es tanta la cantidad de artistas de distintas latitudes, que lo pagado por escucharlxs al mes es prácticamente una plata ínfima. Conducta que en su momento afectó y puso en pie de guerra a la industria, que veía un negocio multimillonario diluyéndose.
Este fenómeno, sin embargo, no es nuevo. La búsqueda del acceso a la mayor cantidad de música posible de la manera más “gratuita” que se pudiese data de muchísimo tiempo atrás -mucho más que diez años. Si bien el principio cronológico es irrastreable (pues no se puede estipular una fecha precisa) se puede trazar un cierto mapa o esquema de cómo fue pasando y permitir entender el porqué hoy escuchamos como escuchamos.
En época de vinilos –cuyo precio era elevado–, el préstamo o el juntarse a oír entre varixs (si sólo unx podía acceder) era la manera más popular en socializar la música, pues de esa forma un núcleo o grupo de gente llegaba, al mismo tiempo, al mismo contenido (algo que fomentó mucho la escucha grupal). En los años ’80, los cassettes se iban pasando de mano en mano y grabándose los unos a los otros, o mismo de la radio, directamente. Y en los ’90, con los discos compactos, la movida fue irreversible: diferentes programas de computadora de copiado (“quemado”) de archivos permitieron que se reprodujeran, recopilaran y distribuyeran “cds propios” armados a mano, compilando artistas favoritos de toda talla con la longitud que cada unx quería. Si bien esta práctica era popular, no así masiva, pues la tenencia de una computadora (y su funcionamiento entendido) no era tan común como hoy día.
Ya para principios y mediados de los ’00, programas como el eMule y el luego todopoderoso Ares llevaron a la circulación de la música a otro nivel: el digital. Acompañaron la popularización de las computadoras e Internet. Se volvió práctica común ver comercios en plazas o calles con discos o películas a un precio ridículamente barato, pero a cambio de la complicidad del consumidor de saber que no iba a tener algo “auténtico” pero sí lo más importante: la materia prima. Se sumaron progresivamente a la ola sitios como Napster o MySpace. YouTube, discreto, fue creciendo cada vez más, mientras empezaba a sobresalir iTunes. Y hoy, en literalmente 3 clicks, podemos tener una discografía completa vía µTorrent.
Donde hay poder hay resistencia… y viceversa
Y es que no sólo la tendencia ha sido irreversible desde el momento en que fue posible, sino que hizo al propio mercado obligar a reverse en el espejo de la legalidad y la tecnología para estar a la altura. Lo supuestamente “ilegal” tuvo que volverse progresivamente legal, o readaptarse de alguna forma, pues de lo contrario las pérdidas serían mayúsculas. En otro contexto, pero que aplica igual, la cadena NBC sacó en 2007 sus contenidos de la tienda de iTunes de un día para el otro por una disputa con Apple y provocó un incremento feroz en el tráfico pirata de lo publicado. Pura ley de oferta y demanda. Pero claro, antes hubo batalla.
Podían encontrarse sujetos y argumentos de todo tipo a ambos lados de la disyuntiva: Joaquín Sabina reflexionaba, en una vieja entrevista televisiva, si no le convenía la piratería para llegar a más público “gratuitamente” –teniendo en cuenta que la mayor parte de la facturación por su obra se la terminaba adueñando la discográfica. La promulgación de la Ley S.O.P.A. en EEUU (2012) tuvo en contra a gigantes como Google y Wikipedia. Otros esbozaban la filosofía de software libre. Sin embargo, ocurrieron eventos contra la corriente como el histórico cierre de Megaupload, . Grooveshark, que se cansó de tener que afrontar juicios por derechos de autor, tuvo ausentes a The Who y a The Beatles mucho tiempo en su catálogo, reticentes a que su música se escuchara con libertad. Ésta misma banda, de hecho, recién liberó toda su discografía en YouTube a principios del 2019.
Loudness War: la implosión invisible
Sí hubo factores a la interna de la creación de música –también– que incidieron en la elección. Desde los años ’80 en adelante, la famosa “Loudness War” o “Guerra de Volumen” consistió en una “batalla” entre producciones para ver quién o cómo se podía subir más y más las canciones de la mezcla final a medida que iban saliendo reeditados o remasterizados, a cambio de sacrificar sus dinámicas generales (única manera de lograrlo). ¿Resultado? Todos los discos sonaban constantemente peor, pues estaban más comprimidos, como una gran pasta que no deja espacio suficiente a los diferentes instrumentos y escucharse “como corresponde”. Esto es más sencillo oírlo que explicarlo, pero basta con ver las infinitas versiones de los mismos tracks que figuran en YouTube, a gusto para cada consumidor (ver reediciones de entre los ’90 y ‘00) para apreciar la diferencia. Procesos como estos tuvieron en contra a eminencias tales como Bob Dylan o Geoff Emerick, sonidista de Los Beatles. El mundo del metal estará al tanto de este asunto pues en 2008 el colmo de esta propuesta llegó con el álbum “Death Magnetic”, de Metallica, cuyo tratado sonoro llegó a generar saturaciones en los reproductores de disco. No es comprobable, entonces, pero sí estimable que la mala calidad de sonido haya alejado, a la larga o a la corta, a más de un oyente de la compra de compactos.
Tampoco es inocente pensar –más allá de Metallica o cualquier otrx artista– que estos tratamientos de “volumen excesivo” son también un “empuje” de la música al oído del oyente, por las buenas o por las malas. “El Medio es el Mensaje”, apuntaba sabiamente Marshall McLuhan en 1964: la manera en que está programada la escucha de una persona es la manera en la que, eventualmente, terminará formateada la escucha de esa persona. El CD alcanzaba una duración aproximada de 75 minutos (casi nunca explotada en su totalidad, al menos en los géneros populares). Pero los vinilos, en cambio, de 45 –hecho extendido luego a los cedés a los que fueron compactados.
Esto quiere decir que hay una determinada música de determinada época pensada para ser reproducida en esa misma época y con los elementos a mano. Por lo tanto, es lógico que los modos de escucha (desde el acceso hasta la duración) vayan mutando según pasen las generaciones, porque también se desarrolla la tecnología. Si bien existen diferentes públicos y cada músicx es consciente de a quién apunta bajo qué concepto (“está bueno eso de no hacerlos con una duración superior a los 40 minutos“, decía Skay Beilinson en 2007), cada producción lanzada habla de una cierta forma de concebir y apreciar esa comunicación musical, que es siempre transgeneracional. De todas formas, el consumo sigue siendo moldeable. Si estuviese tan formateada, los discos de mayor duración -como los dobles, los Grandes Éxitos, o la misma radio- no podrían funcionar. Y sin embargo, lo hacen.
Todo esto decanta en una continua y progresiva caída en venta de discos físicos, estrepitosa corriente que sigue al día de hoy. En EEUU, a propósito de un país muy consumidor de música, bajó en casi un 75% entre 2010 y 2018, según los datos consultados por el sitio es.statista.com. El negocio, aprovechando cada aniversario posible, busca sacar ediciones especiales agregando cada extra encontrable a fin de resurgir un mercado que hace rato grita “hundido” al menos, de sus épocas gloriosas.
De todas formas, no todo está perdido para lxs melómanxs: como un longplay que termina su círculo y vuelve a empezar, el resurgimiento del vinilo viene saludando hace ya 5 años. Pero no se da no sólo por una cuestión nostálgica: está dejando muchos más ingresos que las ventas de CDs. Si bien son más los discos compactos los que se compran, sus activos no son tantos como los de los longplays. Según la RIAA, el negocio del vinílico creció un 12,9% en la primera mitad del 2019 en comparación al año anterior (las cifras variarán de forma atípica pandemia de por medio). Esta podría ser la primera vez que el mercado del vinilo sobrepasa a la del disco compacto desde 1986. “El que escuchó vinilo siempre va a escuchar vinilo”, apunta Jonathan Firbank, de Musicono Vinilos (Florida 15, CABA) cuya venta durante esta pandemia, dice, sorpresivamente se triplicó.
No obstante, el amor al sonido tampoco es el argumento por el que se podría volver o resucitar la industria vinílica. Si se apunta al caso, la plataforma de streaming más usada en Argentina es Spotify, pero las que “objetivamente” mejor suenan (en tanto kilobytes p/seg de audio) son Tidal y Deezer. Por último, las aplicaciones ofrecen otra cualidad difícil de rechazar: no requieren espacio físico para ser almacenadas. Toda la música está en la nube. Puede ser transportada por doquier, funcionando incluso sin wi-fi. A esto súmesele la capacidad de armar listas y poder elegir libremente qué escuchar y cómo (aunque siempre cabe preguntarse por la “independencia” de elección en un programa que suministra artistas nuevxs en base a un algoritmo).
¿Y lxs músicxs? Lxs músicxs (de cuya música son los últimos dueños) son lxs que se llevan la peor parte. Las plataformas, por lo menos para quienes quieren vivir de su trabajo, se vuelven un mal necesario. Spotify, por ejemplo, paga regalías de apenas US$ 0,006 o US$ 0,0084 por cada canción reproducida más de 30 segundos (depende si son Premiums o no). Aunque esto no pareciera llamar mucho la atención del oyente medio, pues Spotify –para seguir el ejemplo– tenía 124 millones de abonados hasta febrero de 2020 y pretendía terminarlo (desconociendo en su momento la pandemia que se desataría) con más de 150.
La música va a seguir estando presente en el día a día, sea en el formato que sea. Digital o físico. Con algún remaster más, mix menos. No han cambiado en gran manera nuestras maneras de escuchar. Sí lo ha hecho el mercado de la escucha, que un poco se adapta y otro poco formatea. Cuánto de cada lado, depende y dependerá de cada oyente.
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