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“Hay una vida por seguir”

Marcelo Bravo hizo toda su carrera en Vélez Sarsfield y cuando parecía que iba a despegar al fútbol europeo, una enfermedad cardiaca lo obligó a colgar los botines a los 20 años. Un mano a mano sobre su temprano retiro y su presente como director técnico de inferiores.

Y un día llegó su tan ansiado debut. Desde los cinco años que vestía la camiseta del club de sus amores y aquel 6 de diciembre de 2003, frente a San Lorenzo en el Nuevo Gasómetro, a Marcelo Bravo le tocó ingresar a los 35 minutos del segundo tiempo cuando Vélez realizaba su última variante. No era un partido cualquiera. En el equipo azulgrana se despedía el Beto Acosta, que salió del campo de juego un minuto después que Bravo. Es decir, mientras en el conjunto local se despedía un ídolo, en El Fortín debutaba un joven de 17 años. “Ese chico era yo”, recuerda hoy Marcelo. Dos años más tarde llegaría un partido contra Gimnasia en La Plata. El mejor de su carrera. El que sería, sin saberlo, el último.

¿Por qué te dicen “El Indio”?

A mi viejo le decían “Indio” y como fui el primer hijo, me empezaron a decir así. Hoy son pocos los que me conocen como “Indio”. En algún que otro momento, acá en primera, me decían Cumbiancha porque escuchaba cumbia todo el tiempo. Igual no era el musicalizador porque intenté pasar cumbia pero no me dejaron. Pasa que había muchos chetos en el plantel (se ríe).

Hiciste toda tu formación en Vélez hasta que te tocó firmar tu primer contrato profesional, ¿te acordás qué hiciste con ese primer sueldo?

Si, al ser jugador del futbol juvenil, a mí me daban un viático y después de tres meses me hicieron el contrato. Digamos que mi primer “premio” fue un cheque que me dieron en cancha de Banfield, después de ganar y venir invictos. Yo era muy chico, sabía lo que era un cheque pero nunca había tenido uno en la mano. Me acuerdo que terminó el partido y entró al vestuario un señor muy bien vestido, de traje con una maleta que nos hizo firmar a cada uno y nos dio un papel. Cuando me tocó a mí, le pregunté a Sergio Sena: “¿qué es esto?” y él me explicó que era un premio por haber ganado y por mantener la punta.  Ese primer cheque eran $3000 más o menos, que para mí era mucha plata. Como mi  vieja necesitaba una heladera, el lunes fui con mi representante, lo cobré y le dije: “Bueno, má, vamos a comprar la heladera que hace falta” y se la regalé.

Vistió la camiseta del equipo de Liniers en 50 ocasiones e, incluso, salió campeón del Torneo Clausura 2005 de la mano de Miguel Ángel Russo. El 20 de agosto del mismo año, Vélez visitó a Gimnasia en el Bosque, en un encuentro que terminó 6 a 0 a favor del Fortín. Fue su partido soñado: convirtió un gol, asistió a sus compañeros, Olé y Clarín le pusieron un puntaje de 10. “Me salieron todas”, reconoce. Sin embargo, el lunes siguiente a la aplastante victoria, un estudio arrojaría lo impensado: miocardiopatía hipertrófica, una anomalía en el corazón que le impediría realizar deporte de alto rendimiento.

¿Cómo fue enterarte de tu enfermedad?

Venía muy contento por el partido que había jugado el sábado. Me acuerdo que llegué, fui a buscar mi ropa de entrenamiento, como siempre. Había sanguchitos de miga porque un compañero cumplía años, así que me agarré uno, me preparé un té. Y en eso se acerca Miguel (Russo) y me dice: “Chelo, necesito hablar con vos”. Y yo le dije: “si, decime” y me dice: “no puedo acá, necesito que vengas al vestuario que hay varias personas que necesitan hablar con vos”.

¿Qué te imaginaste en ese momento?

Después de salir campeones, varios equipos de Europa vinieron a preguntar por mí, así que yo pensaba que estaba pasando algo relacionado a eso. Entonces, cuando fui al vestuario del cuerpo técnico y estaban los médicos, Miguel me informó que no había salido bien un estudio del corazón y que por el momento tenía que parar de entrenar…

¿Y entonces?

Miguel me preguntó qué decisión quería tomar yo. Podíamos mentir y decir que tenía una lesión muscular, o decir la verdad. Lo hizo porque me vio tan mal que me quería contener. Pero yo no quería que se haga una mala información. Entonces decidí no ocultar nada y fui con la verdad. En ese momento, salí al campo de juego a ver cómo entrenaban mis compañeros, pero me quedé con toda mi ropa de civil. Todos los periodistas empezaron a preguntarse: “¿Qué pasaba con Bravo?, ¿Por qué no entrena?”, “¿Está vendido a Europa?”. A la media hora me fui porque llamaron a mis padres para comentarles lo que había sucedido. A partir de eso, comenzaron todos los chequeos generales y muchos estudios. Y al final se confirmó lo peor. Fue un baldazo de agua fría, un momento de esos que ningún futbolista quiere pasar.

¿Pensaste en jugar igual?

Si, al principio lo hablé con mi familia y con los médicos. En ese momento me negaba a no jugar, quería volver a entrenar. Pero era una locura.  La realidad es que es una enfermedad con la que podés hacer una vida normal. Lo único  que te prohíbe es hacer deporte de alta competencia. Hoy ya sé que mi carrera se terminó, ya está asumido.

Si bien abandonar las canchas no fue para nada fácil, encontró la manera de seguir ligado a su pasión: Russo le propuso hacer el curso de técnico e integrarse a su equipo, y hoy en día, dirige la novena división de Vélez y tiene su propia escuela de futbol con su hermano en Lomas de Zamora. Se reconoce como un técnico ofensivo y planea, en un futuro, dirigir la reserva. “Ser técnico me ayudó mucho para tener mi mentalidad focalizada en otro lado. La verdad que me sirvió un montón para lo que soy hoy porque hay una vida por seguir además de jugar al futbol”, declara.

Hace diez años, Marcelo nunca se hubiera imaginado que seguiría en el club que lo vio crecer y mucho menos, como director técnico. El cambio fue difícil pero asegura que, por suerte, tiene un trabajo gratificante. “Hoy dirijo a 35 cumbianchas que me vuelven loco para que les ponga cumbia”, dice Marcelo Bravo entre risas. Y al final, el futbol siempre, pero siempre, da revancha.

Fotos de Julia Nachtajler.