Falta nada para la Copa del Mundo. Los minutos pasan lentos, las horas son eternas. Ojo, no hay sensación más linda que jugar un mundial, aunque la espera te coma de nervios. Y lo digo convencido, porque yo jugué un Mundial. Sí, de verdad. Los que me conocen, y sobre todo los que me vieron jugar alguna vez al fútbol, deben pensar que me volví loco -sobre todo esa señora, que cuando tuve 12 años me gritaba desde la tribuna, de la que no me voy a olvidar nunca-. Que estoy medicado, que deliro. Hasta más de alguna persona que esté leyendo esto, va a empezar a comentar las pavadas que este número dos rústico dice. Pero de verdad, yo jugué un Mundial. Para mí fue así.
Fue hace mucho tiempo, casi 15 años. Pero aunque en algún momento esté en mis últimos suspiros, me voy a seguir acordando de todo.
Por aquellos años en mi pueblo, Adolfo González Cháves, se organizaba un torneo al que te podías anotar con tus amigos del barrio y jugar contra otros, de otros barrios. San Martín, en el Prado Español, nos abría las puertas para que los sábados podamos correr y correr atrás de una pelota que picaba de acá para allá.
Armamos un buen equipo: Los Amigos. Ese nombre que se nos ocurrió a todos, inclusive al entrenador -claro que lo teníamos-. Y para algo teníamos al director técnico, así que cada vez que nos podíamos juntar todos (los 10 o 15 que éramos) íbamos al descampado de la esquina, ahí donde de noche estacionaban los camiones del barrio, donde los peludos de paja hacían que el pique de la pelota sea impredecible, donde no había arcos y los improvisábamos con piedras o buzos -lo que estuviera más a mano-, y nos cansábamos de patear. Todo esto hasta que llegó el debut y pudimos ver las camisetas -como cuándo Adidas o Nike presentan las pieles de las distintas selecciones-, de franja ancha verde que pintaba el torso y mangas blancas que también quedaban verdes después de los partidos, de esa tela que picaba y que, con la transpiración sumado al roce con el cuerpo, irritaba. Por eso sé lo que se siente en las horas previas, porque yo jugué un Mundial.
Me acuerdo que ganamos todos los partidos, menos uno. Esa fue la peor derrota. Si bien no nos impidió ser campeones, fue durísimo. Éramos los invictos, los que goleaban, los que nadie podía parar. Claro que estaban los Otamendi, los Di María, los Messi y también estábamos los Ansaldi, los Tagliafico, los Mercado, los Higuaín. Yo, particularmente, hice muchos goles. Inflé las redes de esos pequeños arcos más veces que en todo mi camino en las inferiores. Hace unos días, hablando con mi viejo y recordando estos hermosos torneos, me dijo que se acordaba del número 9 goleador que era. Y sí, pá, era. Porque fueron unos pocos goles, pero como los disfruté.
Después de millones de partidos, llegamos a la final. Imagínense: jugar con tus amigos, divertirte y encima que te digan que vas a jugar la final. Y por un viaje a Monte Hermoso, a la playa, en pleno noviembre. Una locura para pibes de ocho y nueve años.
Y ganamos. Los Evita nos vieron campeones. Unos años después volví a conocer lo que es ser campeón, en las inferiores del glorioso Club Deportivo Independencia. Pero no volví a sentir esa adrenalina, esa felicidad y ese sentimiento de ser importante para el fútbol. Aunque haya sido un torneíto, algo para pibitos qué no sabían de tácticas o estrategias, pero sí sabían del verdadero fútbol: ese que divierte, que llena los pulmones de aire puro y el corazón de alegría.
Yo jugué un Mundial. Para mí, para nosotros, para Los Amigos y para los otros pibes, fue eso que tanto anhelan jugar los profesionales. Y no me bastó con jugarlo, también lo gané. Algo que no todos pueden decir.
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