Hoy se cumplen 35 años de la primer Copa del Mundo ganada por Argentina, cuando la Albiceleste se consagró en su propio suelo tras ganarle la final a Holanda. Pero aquel tan ansiado y festejado título ocultó los crímenes más oscuros del Proceso de Reorganización Nacional, que organizó el certamen para dar una muestra de alegría y organización, mientras miles de personas eran torturadas y desaparecidas.
Argentina necesitaba una alegría futbolística. Se sabía que en el continente era potencia, pero había que demostrarlo a nivel mundial, donde Brasil, Uruguay, Italia, Alemania e Inglaterra ya habían pisado fuerte. Quien también necesitaba un regalo así era la sociedad anfitriona de aquel certamen, castigada y asustada por un régimen cruel y arrasador. El Mundial era un desvío de atención perfecto, y ni hablar si la copa se quedaba en casa.
“Miente, miente, que algo quedará” decía Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de la Alemania nazi, pionera en usar al deporte como pantalla: los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 también escondieron las peores atrocidades. Amparado en las enseñanzas de este dúo genocida, Videla le vendía al mundo la imagen de un país serio, ordenado y con capacidad de sobra para organizar una Copa del Mundo. Mintió, mintió, y muchos se lo creyeron.
Mientras, a diez cuadras de la cancha de River, epicentro de aquel campeonato, cientos de detenidos sufrían hambre, frío y torturas en manos de los militares y sus secuaces. En las tribunas del Antonio V. Liberti se gritaban los goles de Kempes, las corajeadas de Passarella, la magia de Houseman y el Negro Ortíz; a pocos metros, en la ex Escuela de Mecánica de la Armada, los “subversivos” lloraban el dolor de los golpes, la picana y el miedo.
No había dudas de que Argentina tenía equipo para campeonar. Bajo las órdenes de César Luis Menotti, un técnico joven, innovador y militante del Partido Comunista (la contracara de la ideología dictatorial), el conjunto local fue escolta de Italia en la Primera Fase. Luego, en la ronda siguiente, se vio obligado a ganarle por más de tres goles a Perú para llegar a la final y que Brasil quedara en el camino. Ningún peruano admitió coimas, pero extrañamente se vio a Videla en el vestuario visitante antes y después del partido. El resto del cuento es conocido: Argentina ganó 6-0 y llegó a su segunda final en una Copa del Mundo (la anterior, 1930).
Pero en la final esperaba Holanda, la Naranja Mecánica que había revolucionado el deporte con su “fútbol total”. No estaba su estrella Johan Cruyff, que hace cinco años admitió que no jugó ese torneo porque poco antes había sufrido un intento de secuestro en Barcelona, cuando se pensaba que el motivo era la antipatía con la Dictadura argentina. Se sabía que Holanda no subiría a recibir ningún premio por su desprecio a un gobierno de facto, pero la fiesta era argentina: en tiempo suplementario, los goles de Kempes y Bertoni coronaron un gran partido y dejaron la historia 3-1. El Monumental deliró eufórico.
Las calles porteñas destilaban alegría, no había motivos para estar triste. Pero tiempo después, el país de la “plata dulce” y la especulación financiera explotó económicamente y con ello salieron a la luz los crímenes más viles. A la Argentina nadie le saca su primer título mundial, el recuerdo de un gran equipo, el trofeo que marcó un antes y un después. Pero tampoco podrá borrar esa mancha indeleble de un torneo que escondió lo peor y fue sospechado y repudiado por todo el planeta. Hoy se cumplen 35 años de una de las mayores alegrías del pueblo argentino, de un hito del proceso más oscuro y asesino que sufrió el país.
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