Año 2007. Efraín Araneda, chileno, jugador de la selección de Tahití y guía turístico en el aeropuerto de aquella isla de la Polinesia francesa, espera, como todos los días, a los pasajeros que acaban de arribar al país en el que vive. Luego de unos minutos los recibe. Como modo de tradición, a cada uno le coloca la corona de flores de bienvenida. Uno de ellos se llama Fernando. Es un Fernando distinto a todos los Fernando y similar al que Efraín ve en la televisión. Efraín le pide el documento. El apellido es Torres. Efraín lo recuerda: Aquel Fernando, el que tiene ahora enfrente de sus ojos, es el Niño que juega en la selección española.
Fernando Torres había visitado Tahití como parte de su luna de miel, la cual realizó con su mujer Olalla. “Aquellos días con Torres fueron maravillosos. Me acuerdo que se fue antes de la fecha prevista porque debía firmar con el Liverpool”, dice Efraín.
Año 2013. Efraín se encuentra en una realidad que tiene mucho de sueño. Aún no sabe si el césped que está pisando del mítico estadio Maracaná, en Río de Janeiro, Brasil, es real o si es una ilusión óptica producto de un hechizo de algún brujo macabro que le hace ver lo que no es. Pero no, verdaderamente lo que observa, lo que escucha, lo que siente, está transcurriendo. Su selección, Tahití, se enfrenta a España, campeón del mundo, y Efraín, una vez más, observá al Niño Torres a metros suyos, como seis años atrás. Esta vez lo hace en otro contexto, en uno más saludable, más soñado, más verde y más utópico: las valijas se reemplazan por pelotas, los aviones por arcos y los check in por botines. El destino, jugador compulsivo de nosotros, los junta donde Efraín siempre soñó y nunca se imaginó: en una cancha de fútbol.
El partido finalizó 10 – 0 a favor de España. Torres marcó cuatro goles. En los cuatro sonrió. Efraín sonrió en los diez: su sueño ya estaba cumplido desde el 0 – 0.
Comentarios