En una de las medidas más polémicas de toda su administración, el gobierno de Mauricio Macri tomó una decisión que – en la práctica – implicaba una baja significativa en la cantidad de pensiones por discapacidad. Si bien finalmente se dejó sin efecto la aplicación de un decreto de la década de los 90 que llevaba a esa consecuencia, la intención política quedó latente.
¿Por qué sucedió esto? El gobierno utilizó dos argumentos. El primero tiene que ver con que las pensiones aumentaron de 180.000 a alrededor de 2.000.000 durante el kirchnerismo. Esa tasa de crecimiento no se explica sin una catástrofe. Además, se encontraron pueblos en los que más del 70% de la población cobraba una pensión por discapacidad. La idea de terminar con esa asignación de recursos discrecional y poco transparente tiene sentido. Nadie se opondría a quitarle ese dinero a quien no cumple las condiciones mínimas para recibirlo. Eso no es un recorte: tiene que ver con hacer un uso más eficiente del dinero de todos.
Sin embargo, el segundo argumento fue el problemático. El gobierno echó mano al decreto 432/97 (del ex presidente Carlos Menem), que endurece los criterios para el otorgamiento de la pensión. Esta norma nunca se derogó, aunque en la práctica no se aplicaba. Puntualmente, sostiene que no puede recibir la pensión aquel discapacitado que tenga un bien a su nombre (por ejemplo, un auto), que cobre una pensión o jubilación (aunque sea la mínima) o cuyo tutor responsable perciba un ingreso equivalente a tres jubilaciones mínimas.
La presión social, con marchas incluidas, fue muy grande, y por lo tanto esta última medida se volvió atrás. Sin embargo, es importante analizar lo burdo de la intención en dos sentidos: el político y el económico. Políticamente, el gobierno debía tener clarísimo que iba a pagar costos por esto. Dicho esto, hay tres razones por las cuales puede haberlo hecho: o sus integrantes perdieron toda sensibilidad política (y por lo tanto no se dieron cuenta de que la medida era costosa), o no les importa ganar la elección (lo cual es imposible, puesto que de eso depende la expansión de su poder político) o creen que ganan de todos modos.
Esto último es lo más probable, y tiene que ver con el hecho de que cada partido responde – en términos muy generales – a un votante con preferencias ideológicas que guardan cierta similitud. A su vez, éstas son diferentes a las de otros partidos. Es muy posible que el PRO haya pensado que una medida por el estilo no iba a restarle votos porque a sus simpatizantes los preocupan otros temas. Dada la reacción de la sociedad, ese no parece haber sido un supuesto razonable. Inclusive votantes de Cambiemos se mostraron indignados con la decisión.
En términos económicos, es cierto que es necesario bajar el déficit fiscal y hacer más eficiente el gasto público. Por eso es importante que dejen de entregarse las pensiones que se otorgaron a personas perfectamente sanas. Sin embargo, el ahorro generado por el cambio de criterios es marginal, lo cual quiere decir que prácticamente no impacta en el déficit. Allí pegó mucho más, por ejemplo, la quita de retenciones a las mineras o a la soja. Esa medida puede ser justificada desde el punto de vista del estímulo a la actividad en una economía estancada. Sin embargo, el rol del Estado no puede ser solo canalizar el crecimiento, sino también asegurarse de que todos los habitantes del país (especialmente los más postergados) disfruten de sus virtudes.
En esta lógica, sacarle recursos a estos últimos argumentando necesidad de reducir el déficit fiscal no es factible si al mismo tiempo se reducen impuestos a corporaciones gigantes. Si el gobierno considera que su rol es solo canalizar el crecimiento y no distribuir sus frutos, entonces sería importante para todos que sincere sus prioridades. En cualquier caso, la medida no fue razonable en términos electorales ni en términos económicos y quedó clara la importancia del consenso en la opinión pública para evitar este tipo de recortes.
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