El reconocimiento de errores ha sido una constante desde la asunción de Mauricio Macri. La expresión de su falibilidad es recurrente, incluso en situaciones en las que no se tomó ninguna decisión (por ejemplo, hablando sobre el retiro que hicieron los funcionarios en Chapadmalal). Ya son costumbre frases como “lo vi tan insignificante que me equivoqué” (sobre Panamá Papers), “cambiamos las cosas en las que nos equivocamos” (luego del mencionado retiro), “yo no soy infalible, no me creo un dios” y “si me equivoco, pido disculpas y me corrijo” (ambas, después del escándalo con el Correo Argentino).
Es posible interpretar que ese recurso puede ser usado como arma de doble filo, y las dos maneras de utilizarlo tienen connotaciones políticas. Su primera utilidad tiene que ver con que, lógicamente, aceptar errores y corregirlos genera mejores resultados que persistir en ellos. Este punto hace bien a la gestión y, así, a los ciudadanos. Eso es innegable. De paso cañazo, un comportamiento así ayuda políticamente al gobierno a diferenciarse del kirchnerismo en uno de los peores aspectos de este último, reconocido incluso por sus propios dirigentes: su soberbia. Y diferenciarse del kirchnerismo es precisamente lo que Macri busca, porque esa polarización es la uno de los factores que lo llevó al lugar que ocupa hoy.
La segunda utilidad, en tanto, tiene que ver con errores que en la concepción del Presidente (y de su gobierno) no son tales, sino que son decisiones que a causa del alto costo político pagado se frenan aunque se consideren correctas. Es aquí donde el recurso se vuelve un poco difuso: sobre algunas decisiones no hay un reconocimiento genuino de un error involuntario, sino una abstención de seguir adelante porque las encuestas de opinión pública y la presión periodística ponen un freno. En la política personalista, ya lo dijo el politólogo francés Bernard Manin, mandan las audiencias, que tienen con los líderes políticos una comunicación mucho más directa y menos mediada por los partidos que en el siglo pasado.
Este segundo lado de la situación es netamente político: Macri usa el reconocimiento de errores como una herramienta discursiva para frenar decisiones que lo erosionan políticamente, aún si las cree correctas. Lo llamativo es que muchas de esas decisiones, como bien marcó Ernesto Tenembaum en su espacio radial la semana pasada, benefician a los mismos actores – en general, empresas – y, por tanto, perjudican a otro grupo, que también se repite – ciudadanos de a pie o el propio Estado -. El perdón de la deuda con el Correo Argentino, el cambio de cálculo en la fórmula del aumento jubilatorio y el aumento desmedido de las tarifas de gas sin audiencia pública son solo tres ejemplos. Es esa recurrencia la que permite inferir que no se trata de meros errores involuntarios y casuales, sino de algo más.
Así, en el discurso de Macri parece haber equivocaciones genuinas, cuya vuelta atrás merece un reconocimiento a la humildad, y “equivocaciones” que no lo son tanto, y cuyo freno tiene más que ver con conveniencia política que con convicción. Diferenciarlas, si cabe, queda a criterio del lector.
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