Por Marcela Garavano y Joaquín Laurens.
Resulta difícil, incómodo escribir sobre Indio en Olavarría, tratar de escupir todo eso que se instaló desde el sábado como un caldo de sensaciones comandadas por la potencia negra que da sentir lo injusto, hacer cuerpo una tristeza.
Pero también da un poco de asco esa opinología gratuita del mediocre que repite la versión siempre sesgada del poder mediático. Porque sobre el hecho angustiante de la muerte se ha montado el aparato de demonizar el todo, para construir lo noticiable.
Olavarría llevó la masividad a un punto de no retorno y todo lo que aconteció, allí y desde mucho antes, debe ser leído en el marco de un fenómeno popular único. “Afortunada y lamentablemente somos muchos” sentenció el Indio en lo que pensábamos era una secuencia más del ritual inicial del enojo y el coletazo de su paranoia fóbica. Pero no. Algo era distinto, y de ello se montó el canibalismo con licencia para envenenarnos y sed de revancha de todos quienes vieron en los hechos y, sobre todo, en sus interpretaciones la posibilidad de descargar la ira añejada contra un tipo que ha sido toda su vida un distinto.
Nosotras y nosotros, que desde el sábado vagamos con el corazón entre las manos, nos debemos la (re)construcción de una memoria colectiva de esa noche distinta, como así también de todas las otras que no podrán ser nunca abordadas desde la lógica racional, para desentrañar qué sucede con esos cuerpos que trasladan almas itinerantes.
Fenome-No-Lógico Indio Solari
Pensar el mundo a partir de lo experimental es un abordaje fenomenológico sobre aquello que nos interesa descubrir. El mundo se aprehende desde esta perspectiva a partir de la experiencia, de nuestra relación directa con las cosas, desde la cual construimos nuestro horizonte de vida. Nos aventuramos aquí a pensar que la dinámica del Indio Solari y los Redondos no puede ser comprendida en términos racionales, sino a través de la experiencia, del haber formado parte, de haber puesto el cuerpo y el alma en un aquí y un ahora convocante. Entonces, ¿sólo puedo opinar y analizar estos hechos si he formado parte? Claro. (Esto si hay cierto criterio de responsabilidad respecto de lo que se quiere decir). Porque no hay precedentes, o los hay autorreferenciales, para tratar de pensar de qué va esto. Y, además, porque cada experiencia se da en un contexto histórico, social, político y artístico determinado. Si unx no está dispuestx a tomar el compromiso con estas cuestiones, la salud del entorno le rogará silencio.
Las tribus de mi calle
Ir a ver al Indio es mucho más que ir a verlo. Según las posibilidades del público, sus condiciones materiales, la naturaleza de la travesía varía. Nosotrxs, por ejemplo, lxs trece o catorce que somos cada vez, estudiantes, laburantes, jóvenes profesionales, nos abastecemos de buena comida y bebida, alquilamos un lugar cómodo y realizamos una especie de retiro del que el show es parte fundamental, pero no exclusiva. Nosotrxs, que por coyuntura podemos, pagamos a modo de bono contribución una entrada que sabemos nunca van a cortar. Ya desde esa instancia empezamos a construir la experiencia de lo colectivo. Porque en cada entrada está el aporte a que ocurra el show con la magnitud inherente que tiene, para que lo imposible sea posible, y, además, para incluir a los que sabemos que vendrán sin poder o sin querer pagar la entrada. Registrar lo distinto es el primer paso para una construcción genuina de ese colectivo.
Las mal llamadas hordas que invaden ciudades acarrean pibes que trabajan en los astilleros, Maritas que lo hacen por la guita, operarios con salarios de miseria. Dirás, ¿qué importa eso? Importa, y mucho. Un punto compartido con la percepción de muchos amigxs de éste Olavarria es que hubo un poco más de reviente que de costumbre. Un poco. Aunque siempre hubo reviente, esta vez parecería que hubo gente mucho más rota, más sacada, más enajenada. Pero pocos se han puesta a desentrañar qué hay ahí. Cómo leer esa miseria hecha cuerpo. Cómo interpretar esos nervios (esos chicos son como bombas pequeñitas). Ninguna de las crónicas hepáticas repara profundo en quiénes son y de dónde viene esa pibada, qué vibra en sus nervios. Porque si reemplazamos en la lectura la irreverencia del descabezado por la exclusión de los caídos del sistema, el panorama es otro.
El reviente es más reviente porque hay mucha más gente queriendo arrancarse la cabeza. Quizá sean pibitos y pibitas que surfearon los últimos años en un populismo que les dio una chance más, algo distinta, a la que a sus padres les dieron en los 90. No hay exclusión sin violencia. Elegir la provincia de Buenos Aires, Olavarría en su proximidad a los distritos más poblados del país, con el contexto de un poder político y policial en reestructuración, parece haber sido una apuesta muy riesgosa, demasiado. Y la postal de las calles tiene entonces matices de los años del apogeo neoliberal noventoso, calamitoso, con la miseria de esas almas que penan con excesos un sistema que vuelve a patearles el culito y los saca para afuera.
La noche que fue más oscura
La sensación es también la de haber saltado el umbral del código propio, exponer la intimidad nuestra a un mundo con poca voluntad para tolerar a los distintos. La entrada sin anestesia y desmesurada a un lugar que estaba a resguardo, protegido por sus propias huestes.
Si empiezo a desconfiar de mi suerte estoy perdido, nos dijo bajo la bandera de Patricio Rey. Y quizá a esta altura, hubiera sido necesario. No vale entrar en aquello que podría haber sucedido, porque todo lo que sucedió, había sucedido antes. En ese código que todos elegimos, ni bueno ni malo, nos acostumbramos a esas reglas colectivas de hacer la nuestra sin cagar la del otro que era distinta. Y ahí nuestra responsabilidad, de compartir el código de convivir con el riesgo del reviente, de naturalizar el desbarranco.
Lo distinto son dos muertos que no mata el show, mueren en el show. Muertos en avalancha era lo irreversible, aunque esto lo sea. Y nadie murió en avalancha de pedo, como no murieron de pedo en un pogo en Tandil, en Junín de cansancio por una caminata sin fin, en Gualeguaychú empantanados en el barro o en Mendoza por hipotermia: todo un micro mundo cada vez más macro que funcionó por un código malparido pero digerido con naturalidad por todos los que formamos parte. Ni bueno ni malo, construido y compartido desde la experiencia, con el cuerpo entregado de lleno. ¿Vale de algo consignar que esa naturalización es la misma que hace la vista gorda a las condiciones en que viajan millones todos los días y sólo pone el grito en el cielo cuando una tragedia sacude el insomnio colectivo?
En las calles enmarañadas faltaron chalecos, carteles, y nos faltamos entre todxs. Porque el código ya estaba roto. Porque en un esfuerzo por salvar los momentos de solidaridad que abundan, abruma el recuerdo del caos del que queriendo salir, se llevaba puesto al de al lado. Falló lo colectivo, implosionamos el pacto de siempre. Por los que estaban ahí tratando de sobrevivir, y porque quizá, el perro se mordió la cola y la masividad se llevó lo íntimo, antes de que de afuera vinieran los peores a carroñar y armar el festín.
Pulsión de vida
Hay algo que se anula en la intención de querer definir lo que aconteció en cada común unión de nosotrxs y la expresión poética y musical del Indio. Pareciera ser algo que no encuentra el modo de poder ser dicho. Sí se parece en sensación a una pulsión de vida (y su contrapartida intrínseca: la pulsión de muerte), una visceralidad estimulante. Pulsión de sentir, experimentar la irreverencia, el amor y la liberación, sin dejar de ver de reojo la exposición extrema del cuerpo, la pulsión de saber que podemos dejarnos ir. Algunos señalaran la panza, otros el corazón, para referenciar eso que sucede y que no puede ser descrito. Sujetos nosotros que llenamos en los intersticios de las letras donde Solari no dice, porque dicen sus silencios y sus metáforas, sentidos que constituyen nuestro modo de ser en el mundo. En esas lecturas personales del caudal lírico y sonoro hallamos la fortaleza para lidiar con nuestros propios fantasmas, el aliento para enfrentar con los enemigos que construimos como comunes o la potencia para revolucionar el mundo con una canción de amor.
A esta altura algunos imaginarán la mirada detrás de las gafas para decirle que obedecieron hasta donde pudieron. Mientras otrxs nos aferraremos a la contemporaneidad con un genio de época como bendición, al que vivimos gran parte de nuestras vidas conectadxs desde la resistencia y el amor. Y con resabios negados de resignación, en este mundo parido injustamente, quizá nos vayamos con la más triste y despechada de las despedidas, por más dulces que sean los dolores que Carlos nos enseñó que destilan.
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