Necesitaba un par de días, desde el pasado jueves, para dimensionar qué nos había venido pasando en esta lucha tenaz que seguimos dando por la educación pública, antes de ponerme a escribir. Necesito hoy, esta tarde, mientras termino de cerrar esta reflexión, repensar nuestras luchas a la luz del cinismo del discurso oficial.
El jueves pasado, mientras marchaba, una instantánea volvía, volvía, retornaba persistente, cruel pero bella, como es toda batalla justa… Metralla de agua dura, de agosto; de esa que, como las esquirlas de plomo, parece mezclarse con la sangre de nuestros rasguños abiertos: los provocados por la pauperización de lo público y de los derechos que lo público provee, los que se materializaban, en esta ocasión, en el recorte de la educación para todos y todas –sí, claro, para los hijos e hijas de obreros también y sobre todo-, en el cierre de los espacios de investigación y formación docente, en el salario acribillado de los trabajadores que enseñan.
La instantánea volvía, volvía, retornaba persistente: el tobillo en el charco; la mano en los ojos, tratando de descorrer la cortina de lluvia… ¿Era agua o tal vez era llanto en la mirada? No el llanto cobarde y resignado sino ese otro que alienta la ira y nos da conciencia de la necesidad de avanzar.
Tamborileo de los palillos de redoblantes que, sobre el parche, obligaban a las aguas descendentes, a invertir su trayectoria. Techos, toldos, galerías de paraguas que a ratos eran cabezas vicarias. Ráfagas que hacían tambalear gacebos, banderas, pancartas y pañuelos. Pero que no podían hacerlos caer.
El tobillo en el charco; la mano en los ojos, descenso de la térmica, aullido del viento; música de los cantos, las consigas y los insultos. Los nombres propios –los de las agrupaciones, corrientes, federaciones o partidos- tuvieron, como pocas veces, una plasticidad enorme. Quienes manifestábamos podíamos y queríamos entrarnos y salirnos de los perímetros de nuestras propias columnas y banderas, en un juego de identidades más complejo y libre. Es decir, la convivencia entre lo que somos y militamos dentro de nuestro grupo específico de pertenencia y lo que nos identifica y nos une a un colectivo más amplio: que este pueblo no cambia de idea, pelea y pelea por la educación.
Hay momentos de viraje en un proceso histórico: lo que la instantánea que volvía y volvía persistente me mostraba era la continuidad de las batallas que estamos dando. Mientras Macri cierra o fusiona ministerios y secretarías tan inútiles como Salud, Cultura, Trabajo, Ciencia y Tecnología; mientras ajusta solamente al pueblo en busca del déficit cero que le exige el FMI, nosotres estamos batallando.
Y, como un hecho de justicia poética, nuestras luchas coherentes se han visto transformadas en metáforas. Porque el jueves pasado, mientras marchaba por la educación pública, veía, como en un juego de espejos, repetirse las imágenes del 8 de agosto. La foto de la marcha educativa casi se podría solapar con la de la vigilia ante el Congreso.
Claro, es lógico. Es imposible separar estas luchas recientes: una misma escena de tempestad metaforiza la continuidad entre estos dos reclamos. En un sistema político y económico organizado y constituido sobre la desigualdad, la educación pública permite y garantiza cierta equidad. Históricamente, en la Argentina, la educación pública ha venido unida no solo a la idea de gratuidad sino de excelencia, de igualdad y de inclusión. Y a la idea de laicismo: de que el Estado no puede obligar a nadie a educarse sobre ciertos dogmas que solo pertenecen a la esfera más íntima de los sujetos.
Este jueves 30 estábamos allí reclamando, en cierto modo, lo mismo que aquel miércoles 8, puesto que la defensa de la educación pública (sin subsidios a la educación religiosa; sin programas de estudio que sean impuestos desde las multinacionales para obtener fuerza de trabajo competente solo para los intereses patronales) va en el mismo camino que la lucha por la separación entre la Iglesia y el Estado y, como consecuencia, de la igualdad de derechos de clase y de género.
Hay momentos de viraje en un proceso histórico: si hemos confeccionado una simbología de pañuelos de distintos colores es porque agitamos una guirnalda de reclamos. Y los pañuelos nacidos de un reclamo se suman a la marcha por otro, exhibiendo que es imposible fragmentarlos. En esta instancia, somos también generaciones enlazadas con una ruptura de jerarquías nunca antes vista. Si jóvenes, adultes y ancianes hemos venimos marchando desde hace 40 años exigiendo juicio y castigo a los culpables y aparición con vida, lo hemos hecho como herederos de nuestros militantes y por debajo de la presencia heroica de las Madres.
Pero en estas luchas de agosto, se han desplazado más que nunca las estructuras jerárquicas: yo, madre y docente, vuelvo y vuelvo a la instantánea en la que, a las dos de la madrugada, ya casi conociendo la derrota en el Senado, sigo en la Plaza del Congreso abrazada a una de mis hijas en la noche, mientras la otra sigue filmando en alguna esquina, cámara y ojos empapados, porque ella fue no hace mucho tiempo víctima de la clandestinidad del aborto. Educadas por nuestras hijas, las mujeres de mi generación salimos a pelear por los derechos que nosotras no tuvimos.
Yo, madre y docente, vuelvo y vuelvo a la instantánea en la que mis alumnes toman las unidades académicas en nombre de la educación para todes y nos enseñan que la universidad es (o debe ser) de los trabajadores y al que no le gusta se jode, se jode.
No es la primera vez que, ante grandes avanzadas de la zarpa del Capital apoyadas en sus socios instalados en algunos gobiernos votados democráticamente, el Pueblo (nosotres, digo) salimos de la anestesia. Se levanta el gigante y entendemos que solo somos desde abajo: a pesar de nuestras discusiones, contradicciones, metodologías -o con (y gracias a) ellas-.
Hace solo un momento, acabamos de enterarnos de que la Mesa paritaria programada para las 17 acaba de aplazarse hasta las 19… ¿Punto y aparte? ¿Punto final? ¿Punto y traición..?
Cuando la Historia sea contada se recordará que nos abrazamos entre iguales, que escupimos a los traidores, que intentamos posicionarnos con identidad de clase. Y quizás, si no nos resignamos, cuando la Historia sea contada sea una de esas con final feliz.
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