Segundo sábado de junio, un día de otoño caldeado como el clima de época. Muchos sentimientos llegan, en forma centrípeta, desde todas las direcciones del país hacia a la ciudad capital de Buenos Aires, donde empezó alguna vez toda esta historia.

Toca la banda del Indio Solari, el último bastión hecho ícono de la cultura popular en nuestro rock. Vuelve la Misa, o lo más parecido, lo que queda de ella. Motivos sobran para rezar: no se trata de persignarse, sino de defender en lo que miles creen: las banderas que nunca se fueron, hoy vueltas trinchera. Tocan Los Fundamentalistas, otra vez.

Deborah y Gaspar. (JV Fotografía)

El fondo de la memoria emotiva abre la cuenta: el Míster saluda, como siempre, a damas y caballeros. Se sabe cómo empieza y cómo termina, pero nunca qué pasará en el medio. Generaciones las hay todas (cada vez más). Leales son las amistades, familias, viejos y nuevos vínculos que hacen las veces de colectivos y soledades compartidas.

Hay tanta expectativa como compromiso. Hay llantos, hay risas. Es que hay mucho en juego, como casi todo hoy, y sin embargo la pasión y la identidad, que no se negocian, son la certeza vuelta, con seguridad, el mayor motivo de convocatoria. Había un consenso tácito.

Siempre redondos. (JV Fotografía)

Lo dice Gaspar Benegas, casi al final, en representación del conjunto: “En estos tiempos que tanto esfuerzo ponen en dividirnos, cuidemos mucho esta oportunidad de unidad, esta hermosa unión que nos da la música; defendamos eso”. Después de tres horas, treinta y tres temas uno mejor que el otro, y miles de emociones, esa es la síntesis que atraviesa todo el show, de punta a punta. Cada una de las canciones, homenaje a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y las propias de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, enumeran cada uno de los motivos.

(JV Fotografía)

La conclusión es la misma: hay mucho qué defender. Quizás la mayor expresión de ello, fue la repetición de que la patria no se vende, coreada por un estadio repleto, que se encargó de hacerle honor a su nombre. Hubiera estado orgulloso, el Diego, no tenemos dudas. Estaba.

Para quien no conoce la épica ricotera, es difícil de explicar. Pareciera ser uno de los mayores ejemplos de lo que es inefable, por único e intransferible. Pero si tuviéramos que hacer un intento, una vez más, vaya la sensación de quien narra, desde adentro: Las miradas se pierden en la búsqueda de respuestas, los pies son un suelo todo y los cuerpos apremian la llegada del abrazo. El sudor es la expresión de deseo. Los latidos son la cuenta regresiva. Y ahí estamos: catarsis, la nuestra. Saltar es ahora liberar la patria. Endorfinas que revienten la épica agónica. De conmovedor tiene todo. Dramática, salvaje la espera.

El infierno como trinchera; nuevamente encantador
El infierno como trinchera; nuevamente encantador. (JV Fotografía)

Suena el primer acorde, el que todos sabemos. Las manos en la tierra antes de arremolinar, y ahí: el mar de gente va a quedar en las estrellas. Es el pogo más grande del mundo, otra vez. Cuando el fuego crezca, será nuevamente encantador. El infierno como trinchera, está, estuvo y estará, allí. Y esta no fue la excepción.

Por Matías Zeballos

Fotos: Juliana Valdez