Por Matías Fernández Burzaco.
Fue en el primero. Paulo Dybala arrancó su primer entrenamiento con el plantel profesional de Instituto de Córdoba y le tiró un caño al capitán y se la picó al arquero. Los referentes del equipo lo miraron.
—Tranquilos, muchachos. No se pongan nerviosos, que esto nos puede convenir —les dijo el capitán Raúl Damiani, en el vestuario, a las demás figuras del equipo.
Dybala, entonces, se metió en el grupito de los pesos pesados de aquel plantel. En 2011, vivía en la pensión de Instituto, instalada en el predio con José Benítez y Bruno Calvo. Apenas se levantaba, el nene rubio de ojos celestes—como ahora, en el medio de los partidos—se peinaba: el pelo recaído sobre el costado, tipo flogger. La ropa del club le sobraba en el cuerpo. Iba al campo a entrenar y se ponía a charlar en las rondas de los más grandes. Entendía lo que decían, tiraba comentarios y lo escuchaban. Se iba a almorzar. Después de almorzar juntaba las mesas del comedor y creaba una de ping pong. Es fanático: tuvo mesa en su casa de Sicilia, y también tiene en Turín. Y si bien es zurdo, juega con la derecha. Remata enfurecido, y compite seguido con sus hermanos Gustavo y Mariano, sus actuales representantes.
—Le gustaba jugar a las cartas —cuenta Benítez, compañero en la pensión, riéndose—. Apostábamos. Jugaba a las cartas, a la mosca, al truco. En el ping pong era un crack, un picante. Ganaba en todos lados. Pero lo curioso es que ahí yo era el único que podía vencerlo.
—¿Viste que a los más pibes les pegan cuando hacen esas cosas? Bueno, como vieron que Paulo era realmente distinto lo tomaron de pichoncito. En el vestuario se juntaban los grandes, con Dybala en el medio —se acuerda Juan Pablo Luna, periodista cordobés que cubría Instituto en ese tiempo. Paulo era el mimado.
Las chicas se juntaban a la salida del entrenamiento para verlo y gritarle que lo amaban, para pedirle que les autografiara lo que tuvieran encima. De a poco llegaron, los regalos de los dirigentes: plata, botines, teléfonos Blackberry —el celular de moda—, camisetas de fútbol viejas. Una mañana llegó al entrenamiento en un Seat León, un auto que le había regalado su representante en aquel entonces, Omar Peirone.
Fue en una tarde de octubre de 2011. Dybala tenía 17 años y metió el primer triplete de su carrera a Atlanta, de visitante. Además, igualó el récord que ostentaba un tal Diego Maradona: tres goles en un partido a esa edad y también ante el Bohemio de Villa Crespo. El chico prodigio de Laguna Larga convirtió el primer gol a los tres minutos y gesticuló a la tribuna como diciendo: “Páguenme, me tienen que pagar, metí el gol”. Ahí estaban los dirigentes.
Los señaló porque habían apostado que por cada gol convertido le iban a dar una camiseta. Algunas versiones dicen que el arreglo fue con Iván Barrera, quien manejaba la prensa del club e hijo del presidente Juan Carlos. “Era por un reloj muy lindo que le iba a dar él”, rememora Paulo Garletti, el preparador físico del cuerpo técnico del entrenador Darío Franco. Hoy, Barrera está imputado por una defraudación económica con el club y, dicen, no tiene buena relación con la familia de Dybala. En abril de 2012, junto a su padre, le vendieron los derechos del pase de Paulo a Pencihill Limited, una empresa inglesa, por tres millones de dólares. Al poco tiempo, la firma lo vendió al Palermo de Italia y empezó la historia.Pero el reloj, en realidad, Barrera se lo iba a dar a Ramón Wanchope Ábila, quien no metió ningún gol de los cuatro. Y el trato —el gesto, la sonrisa risueña de Dybala—entonces era con Manuel Ardiles, el hermano de Osvaldo, el histórico jugador que triunfó en el Tottenham Hotspur y que fue campeón del mundo en 1978 con la Selección Argentina. Manuel colaboraba con la dirigencia de Instituto. Esa tarde justo había viajado a Buenos Aires y estaba sentado al borde de un escalón en la tribuna visitante de Atlanta.
Manuel solo tenía un placard en su habitación pero era como un museo de reliquias. Guardaba muchas camisetas, ordenadas, impecables, como nuevas. También ayudaba el Pitón: aportaba algunas casacas que conseguía, e incluso otras que él mismo había transpirado. Todas se guardaban allí en una parte de esa casa en Córdoba.
La primera apuesta se dio por casualidad. Un día, Manuel llegó temprano al club. Llamó a Dybala:
— Mirá, pibe —le dijo—. Por cada gol que hagas, te voy a dar una camiseta.
– Dale —respondió Paulo, lleno de confianza.
Manuel prometía, entonces la Joya pedía y luego las recibía: “Esa, la del Real Madrid; esa, la de la Roma; esa, la del Tottenham de Ardiles”. “Eran importadas, eh —aclara Manuel Ardiles, del otro lado del teléfono—. ¡Lógico! También otras de mi hermano. Cuando hace el gol mira para ahí, porque estaba yo y me señala como diciendo ‘no te olvidés de pagarme, eh, me tenés que dar la camiseta’. Ese era el pacto. Así, bueno, le di muchas que tenía. Mi hermano me conseguía todas las camisetas y entonces se las regalaba a Paulo. Todas originales y de los equipos europeos. Era muy chico, y no te imaginas la alegría al llevarse una, la carita que ponía. Las de los equipos locales las conseguía fácil, pero él buscaba las de afuera, las del equipo de sus ídolos. En su primer partido, le dije lo de las camisetas y no paró más”.
“¿Qué tal es Dybala?, le pregunté a Manuel. Buen jugador, respondió, ¡pero nunca pensé que iba a meter 17 goles! Se clavó con las camisetas que le tuvo que dar –se ríe Pablo Álvarez, el entrenador del selectivo de Instituto que Paulo integraba, antes de dar el salto a Primera.
Desde entonces, el hombre de Laguna Larga amplió significativamente su colección. Gracias a tantos años de calcio italiano y competiciones europeas, la Joya pudo hacerse de camisetas de todas las latitudes, con nombres de futbolistas superlativos. Pero de un tiempo a esta parte algo cambió: ahora sus rivales, sus fanáticos, sus hinchas le piden su casaca. Y ahora es él quien regala camisetas.
Fotos: Mundo D.
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