La vio y se enamoró. Incluso se ilusionó. Fue instantáneo, como esas cosas que pasan en la vida. De golpe. Esa rubia de ojos verdes lo encandiló. Cuando pudo dejar de admirarla se detuvo, parte por parte. Vio su sonrisa cristalina, cautivante. Su pelo largo, al viento, como buscando una razón para congelar el tiempo en ese instante. Un hermoso cuerpo. Pechos no muy grandes, perfectos. Amoldados a su figura. Piernas infinitas como su deseo de conquistarla, y una retaguardia digna de una obra de arte de Salvador Dalí.
El tipo fue y encaró. Sabiéndose inferior a su belleza y que las chances eran casi nulas. Se animó a enfrentarla, a cara a cara. No se intimidó ante el fulgor de sus ojos verdosos y lo letal de su sonrisa de diamante. Se animó. Le habló. Casi que le escupió, mientras su yo interior tironeaba para que no salgan esas dos palabras, tan verdaderas, tan ciertas y tan difíciles de pronunciar ante la mujer que nos embelesa. “Sos hermosa” le dijo. Hizo añicos su timidez. Le lanzó las palabras y se congeló. Esperando que la pelota entre. Que sea gol y no que pegue en el palo y vaya afuera.
Ella lo miró. Se quedó quieta. Procesando lo que él, un chico normal, no muy alto, ni muy flaco y no muy agraciado, para qué mentir. Pero dueño de una actitud inquebrantable. Después de todo, ella se sabía hermosa. Se sabía deseada. No por él sólo, hubo muchos que la piropearon. Uno más, dos, tres, diez, quince, diecinueve. Levantaba suspiros e ilusiones por doquier.
El momento se hizo eterno. ¿Qué haría ella?, pensó él, mientras sostenía la mirada. Para su sorpresa, ella le sonrío. Incluso se sonrojó y le devolvió, con la dulzura que tienen esas cosas que son eternas apenas pasan: “Ay, gracias” y se río. Y su risa fue la más maravillosa música. Y él se emocionó. Se envalentonó. Fue por más y, armado de un coraje que desconocía que poseía le espetó un sincero, pero quizás apresurado: “¿Vamos a tomar algo?”.
Ella, una verdadera Diosa de cabellos rubios, le volvió a sonreír. Miró su reloj y le dijo: “Bueno, dale, vamos”. Incrédulo de su suerte, él la rodeó de la cintura. Ella se incomodó y elegantemente se libró de su brazo, pero sí le dio la mano. Y allá iban los dos. Tomados de la mano. El sonreía, se sentía el mejor de todo el mundo. Un ganador. Ella no soltaba su mano, pero miraba por encima de su hombro, como si esperara a alguien más. No una, sino dos, tres veces.
El notó la incomodidad de ella, como no queriendo entregarse del todo. Resistiéndose a irse con él. No lo soltó y él la siguió aferrando. Pero ella siguió mirando para atrás. ¿Qué buscaba? Ahí lo vio: Un joven apuesto, esbelto, atlético, de cabello rojizo y ojos negros como la oscuridad. Le sonreía. Sostenía un ramo de rosas en una mano y una caja de bombones en la otra. ¡Y le sonreía a ella!.
Y ella, para sorpresa de él, que apenas entendía lo que estaba pasando, le devolvía la sonrisa. Mucho más sincera que la que le regaló a él. Como queriendo darla. Él, mitad enojado, mitad sorprendido, mitad frustrado, siguió viendo la situación. Lo que no vio fue la piedra delante. Se tropezó. Cayó y la soltó.
Ella le espetó un dulce y sincero: “perdóname, tengo novio” y se fue tras él. El la abrazó, la besó y le entregó las flores delante de sus ojos. ¿Qué hacer? Él se levantó, se sacudió el polvo, se fijo de no haberse lastimado en la caída y sonrío. Claro. Se sabía inferior y, así y todo, había estado cerca de conquistarla. Se había ilusionado con tenerla. Y pese a que no lo logró, unos minutos después, mientras caminaba solo, con su frustración a cuestas, notó que alguien como él, mucho más feo que ella –y que su novio- al menos caminó, una cuadra, dos, lo que sea, de su mano y gozando de su sonrisa. En ese momento pensó en lo que vendría. Sonrío y siguió su camino. Sin ella, pero convencido que si está vez estuvo cerca, la próxima vez no fallaría.
Él es River. Ella es la vuelta olímpica. Fue lindo mientras duró.
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