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Labios pintados de rojo

Un cuento para los futboleros y las futboleras. Sí, para ellas, que se pintan los labios de rojo, también.

“¿Che, Bagre, vos viste lo que era?”

“¿Quién?”

“¿Cómo que no la viste, boludo? Estaba allá, debajo de las cabinas de transmisión, con unas calzas color ocre y una musculosa blanca. ¿No te das cuenta? te la pasaste concentrado marcando al wing izquierdo de ellos, que encima te pegó un peludo bárbaro, y no fichaste a esa bestia descomunal que andaba modelando por las tribunas. Después me taladrás el cerebro hablándome del culo de La Carla, la hija del florero. Por favor. Dejame de hinchar las pelotas”.

Recuerdo que Pelutti encendió el mito aquella tarde en la que perdimos, como era habitual, por 6 a 1. Salió del campo de juego y en los vestidores agarró al Bagre, quién su apelativo se lo había ganado porque el pobre, además de ser feo como un rinoceronte, tenía unos bigotes que poseían sentimientos, años, derrotas y victorias. A ese conjunto de pelos que vivía arriba de su boca le faltaba caminar, nomás. Pero bueno, así era El Bagre, un despreocupado de la estética humana y de la vida. Pelutti ni siquiera evocó al pésimo partido que habíamos jugado unos minutos antes. No. No sé si porque ya era costumbre llenarnos la panza de goleadas en contra o porque si realmente aquella figura de mujer lo había impresionado. La cuestión es que invadió el vestuario a los gritos, preguntándole al Bagre si había visto lo mismo que él. Empedernido, Pelutti, como buen delantero al que no le salen las cosas y se encapricha hasta que, de pedo, le sale una.

Nosotros, a decir verdad, éramos un desastre. Pero no un desastre cualquiera. El peor de los desastres que pueden ocurrir cuando un equipo posee la posesión del balón. En Las Chuzas, el pueblito en el que jugábamos, nos llamaban “Los invisibles”. Simplemente porque decían que jugar contra nosotros era equivalente a jugar contra la nada. Nosotros éramos los nadies, y ser nadie, en un pueblito en donde todos son todo, era traumático. Pero bueno, también la conciencia nos explicaba en nuestras cabezas, partido a partido, que nuestras habilidades se presentaban como ausentes y que las facultades y la idoneidad para cautivar gente jugando a la pelota las tenían que ir a buscar a otro sitio. Tampoco la dirigencia del club nos apoyaba mucho. Ahí no se conocía la palabra “premios”, “prima por partido ganado”. Nada. Si ganábamos, que lo hacíamos cada vez que chocaban dos aviones en el aire, era por suerte. Obtener una victoria por méritos propios en nuestro equipo no existía.

Nosotros, en los libros de la historia del pueblo de Las Chuzas, legalmente defendíamos los colores del club Marítimo, fundado en 1905 por un pesquero al que atrapar peces no lo satisfacía por completo. Yo fui el capitán del Marítimo que ofendió a todos los simpatizantes y alegró a todos los rivales. “Los invisibles”, jugábamos por jugar. No nos gustaba, en realidad. Lo hacíamos porque en el fútbol veíamos un método para unirnos, juntarnos. Pese a que perdiéramos todos los partidos, pese a que comprásemos las revistas que no contenían a ninguno de los nuestros en la tabla de goleadores, pese a que Poroto, nuestro arquero poco superdotado masculinamente hablando, superase cada año su marca de valla más vencida, nos sentíamos a pleno. Festejábamos los offsides bien tirados, los remates que se iban a menos de 10 metros del arco y los laterales en forma de córners. Nuestro paradigma se basaba en la idea de que el fútbol, como juego, era una excusa que teníamos para celebrar la vida compartida. Jugar bien o mal no nos interesaba.

Éramos un plantel atípico. Eso sí te lo confieso. Ningún otro conjunto hacía las cosas que nosotros hicimos por nosotros y nada más que por nosotros. Para darte una idea, el 2, el 8 y el 9 trabajaban en una lechería que proveía sus productos a Buenos Aires, Pelutti se desempeñaba como operador ferroviario, El Bagre laburaba en una de las huertas de Sánchez Campussi, el millonario del pueblo, yo tenía una inmobiliaria y el resto dedicaba su vida a hacer changuitas. A lo que voy, éramos todos trabajadores durante la semana y el sábado nos juntábamos a comer el asadito de siempre. Cuando aparecía la luna del domingo salíamos y cuando se asomaban los primeros pájaros del día jugábamos. En plena borrachera, o no, salíamos a la cancha. Es verdad, algunas veces no llegábamos a los 11 porque en el partido de la noche anterior habían expulsado a unos cuantos, que habían preferido golear mujeres y tragos y darse al anonimato por varias horas. Los muchachos eran así. Directamente se llevaban el bolso al boliche. Y no había pendejos en el equipo, todos surcábamos los 30, los 35 pirulos. ¿Qué se le va a hacer? Después sí, adentro de la cancha confirmábamos la teoría de “los invisibles”. No agarrábamos una.

Sin embargo, en aquella tarde en la que Pelutti quedó hecho piedra por la belleza cuantiosa de la misteriosa mujer, todo cambió. El pueblo de Las Chuzas no fue más el pueblo de Las Chuzas y “Los invisibles” no fuimos más “Los invisibles”. Nosotros, hasta ese día, habíamos acumulado 323 partidos en los que en 223 habíamos perdido, en 95 nos habían goleado con cifras vergonzosas y alarmantes que voy a guardar en mis memorias y en 5 habíamos obtenido una victoria. Hacía siete años que veníamos saliendo últimos en el campeonato regional. Cuidamos ese puesto como ninguno.

Al principio no le creímos a Pelutti cuando contó lo de la mujer. Pensamos que era una de sus tantas ilusiones ópticas. Para colmo, él hablaba, recordando cada detalle de la mina, y sufría de una disminución visual que empeoraba año a año. Usaba lentes. El hijo de puta usaba lentes hasta en los partidos. Un pelotudo. Tiraba filuretes que no le salían, y con los anteojos puestos. Incluso yo me reía de verlo, no sólo los rivales. Pero bueno, como decía, todos creíamos que Pelutti chamuyaba. Ninguno de los miembros del plantel había visto algo parecido a una figura femenina. Además, Pelutti se había ido de su casa, en la que vivía con su esposa, dos semanas antes de esta aparición. La premisa de todos era simple y concisa: “cómo hace dos semanas que no la pone está más caliente que el Sol y se imagina mujeres en dónde hay espantapájaros”.

Claro, al partido siguiente que jugamos de local, nos comimos diez goles. Diez goles literal. Ninguno de los 11 nuestros miró la pelota. Todos, mientras transcurría el encuentro, hicimos una investigación quisquillosa por cada sector del estadio tratando de encontrar a esa octava maravilla que tanto anhelaba Pelutti. Imaginate. Habíamos perdido todos los hinchas, ni los perros nos querían. Por ende, que una mujer nos mirara, que encima estaba bárbara, era cómo vestirnos de Da Vinci y pintar de nuevo La Gioconda. Pero nada ocurrió. No aparecieron ni los teros para insultarnos, como era usual. “Yo les juro que la ví”, seguía insistiendo el anteojudo. Ese mito nos dolió. Esa leyenda comulgada por Pelutti arremetió contra la poca esperanza que guardábamos todos. Nunca habíamos escuchado un “está campaña volveremo a estar contigo”, ni otro cántico semejante. A esa altura, ya deseábamos que nos puteen, que nos revoleen cosas, tomates, latas de gaseosa, algo. Nos sentíamos invisibles en serio. Era mortificante ver aparecer los primeros yuyos en las gradas, propios del abandono. Apetecíamos aunque sea una mujer, una mujer que nos acompañase, que vea lo mal que jugábamos, los goles que nos errábamos, que no cantase, que no gritase, que tan sólo mirara. Todos estos pensamientos abordaron a nuestras cabezas después de que escuchamos el silencio sepulcral y vimos la ausencia, hasta del viento, en el partido en donde supuestamente aparecería esa mina.

Tres semanas después de la exaltación y el deleite de Pelutti jugamos contra Mordaza, un equipo de troncos, menos troncos que nosotros, que siempre nos había ganado. Pero ahí. 2 – 0, 3 – 0, nunca le había sobrado nada. Faltaban cinco minutos para el final cuando Pelutti metió el mejor cabezazo de su vida. Estampó el 1 – 3 del equipo y como siempre, el único que lo gritó fue él, a quien le volaron los anteojos a la mierda. Nunca festejábamos los goles debido a que siempre que concretábamos ya íbamos perdiendo por cuatro o cinco tantos. Sin embargo, aquella anotación de Pelutti cambió nuestras vidas. Ese gol jamás será olvidado por el fútbol, porque al vozarrón inconfundible de Pelutti lo acompañó un gritó agudo y celestial a la vez, también inconfundible. Fue un grito de mujer. Fue el primer grito de gol de mujer que se escuchó en un estadio de fútbol. Todos nos quedamos pasmados. El rugido clamoroso y femenino provenía del sector de plateas. Nos dimos vuelta. Estaba ahí, sentada, cómo había sentenciado una y otra vez Pelutti. Contenía unos borcegos color sepia, unas calzas tono ocre y una musculosa blanca. Morocha, de pelo lacio, con unos ojos verdes que le habían sacado todo el brillo al césped de la cancha y con unos labios predominantemente gruesos pintados de rojo que seguramente cada cosa que rozaban la transformaba en oro. Esta mujer era sinceramente monumental. La semblanza de ángel que le había otorgado Pelutti estaba ahora justificada por el equipo entero. Sí. Era así: toda la belleza del fútbol estaba depositada en ella.

Esa mujer siguió asistiendo y yo, que repartía patadas como un luchador de Muay Thai, empecé a tratar mejor a la pelota: comencé a pisarla, a distribuir para acá, para allá. El arquero ya no se adosó en el palo cuando la redonda estaba lejos, Pelutti se colocó lentes de contacto y El Bagre finalmente se afeitó sus repugnantes bigotes. En definitiva, esta mina hizo que todos cambiáramos la apariencia. El comportamiento de jubilados que teníamos adentro y afuera del campo de juego lo fuimos dejando de lado. Por ella. Por nuestra fiel seguidora, a la que nunca le pudimos preguntar su nombre porque después de cada partido desaparecía como conejo de mago. Ella siempre fue insondable para nosotros. Nunca la contactamos.

Hoy, veinte años después de su primera aparición sobre las gradas del Marítimo, nos preguntamos con los muchachos, ¿habrá existido verdaderamente esa mina? Todos dudamos por el hecho de que nunca nadie cruzó palabra con ella. Empezamos a idear y también empezamos a confirmar: llegamos a la conclusión de que ese ser taxativo e irresistible fue la pelota. Una pelota que nos quiso decir algo. Una pelota que se tuvo que vestir de mujer y pintar los labios de rojo para que nosotros, sin darnos cuenta, terminásemos enamorándonos de ella. Jugando y saliendo campeones de todo por y para ella. “Los invisibles”, nos decían. “Los invencibles”, nos empezaron a llamar.

@santicapriata