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La otra cara de la visita de Guardiola: La foto y el opio

Por Ariel Cristófalo, especial para Rock 'N Ball

Te felicito por la foto, le dice un colega a otro en público. Periodistas. El retrato, bastante fuera de foco por cierto, junta al reportero con Pep Guardiola. Uno, sonrisa moderada. Otro, serio. Adivinen. La sonrisa del periodista oculta algo. No es la del groupie. La del fanático que se topó con Mick Jagger y, sentido de la oportunidad puntiagudo, limosneó “Mick, Mick, one picture, please”, antes de agregar en un inglés impro, cavernario y emocional, que lo ama (y que, además, en deber patriótico y representativo, Argentina también lo ama, que we love you). No, no es ésa. La sonrisa del periodista, en la escala del uno al Guasón, debe andar por el dos y medio. En el fondo, tal vez, el tipo sí sea cholulo. Pero la risita, decíamos, es moderada. La mueca, no hace falta un estudio acabado de semiología, está rebajada, se autocensura, y a la vez le quita el velo a sus aspiraciones de protagonismo. Un “acá, con Pep tomando un café en un antrito de Buenos Aires”. Ahí está el impudor. El periodista, ya todos saben que dicen, es un protagonista frustrado. Se lo puede asumir con dignidad. O no. Y sacarse esa foto con Guardiola. Y subir un escaloncito en el jet set del fútbol, que además es bastante pelotudo y berreta como jet set. La foto, hacerla pública, ponerla de encabezado en su perfil de tuiti, también presume ratificar su celebridad. Su corriente. “Yo soy amigo de Guardiola o, mirá, cuanto menos tengo onda: soy de los buenos”.

El periodista también quiere jugar a ser político. Juliana maestra, Juliana futbolista, Juliana política. Visto de un modo más primario: se fotografía con los que tienen imagen positiva para intentar retroalimentar la propia. Como hizo Cristina Fernández con Roger Waters, o Macri con una niña desabrigada de la villa, irónicamente con su remerita de I love NY brillante sobre el mic en la cumbre de un basurero. Como hizo Macri con Guardiola mismo, de hecho. La gurí embarrada, no tan bien comida, y Pep, que pesa su dinero como se implicó en sus ficciones un tal Fariña, para el caso dan lo mismo.

El periodista de la foto no tiene un Durán Barba, ni una elección que ganar; no es ningún Maquiavelo. Pero el periodista quisiera ganar una elección. (¿Acaso Jorge Lanata hoy no competiría por ganársela al oficialismo, acaso no es el líder alegórico de la oposición al gobierno de Cristina Fernández?). Quisiera ser técnico de fútbol (últimamente, algunos lo han intentado). El periodista es periodista. Un laurel, podría aceptarse con más dignidad, sería tener la captura fotográfica de una entrevista a Pep, grabador en mano.

Yo los veo y pobrecitos, les diría Comizzo. Guardiola los debe ver así también. Ya no sólo a los periodistas. También a toda esa fauna, esa designación de la lisergia, que es nuestra clase futbolera. Entrenadores, jugadores, ex, representantes, dirigentes. Todos asisten a su misa, en la iglesia universal, por esta vez el Gran Rex. También antes, en su almuerzo de gala con Falcioni, Jota Jota López, el colombiano Vargas y más. Yo voy, sonrío, le celebro un chiste al Bambino Veira, pero a la noche me voy a cenar, solo, con el Flaco Menotti.

Pep es el rey del fútbol allí. Un pastor brasileño, un Claudio María Domínguez. Pero vestido con polera. Si, en ese escenario, a Guardiola se le hubiera ocurrido tirarse un pedo, todos se lo hubieran rajado a la vez y el teatro se habría reformado como cámara de gas por un lapso de tiempo suficiente para que todos murieran asfixiados en su estupidez, o en olor a pedo: sinónimos.Pero no se cagó, el señor Pep, claro que no se cagó. La gente esperaba que exorcizara a alguno de los asistentes, que le tirara a la mierda la silla de ruedas a un lisiado y que el tipo saliera caminando: saltando, mejor. Y si todo eso no ocurría, entonces el fútbol habría muerto.

Guardiola es un entrenador excelente, tutor del mejor equipo de la historia. Pero allí lo que importaba era lo que decía. Y Guardiola dice que el fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes. Y dice que lo que vale en la cancha es el jugador. Que el fútbol es un pibe pateando una pelota en la calle. Que ser un líder es “ni la más puta idea” y que siempre que paró, volvió a llover, pero que con fe se puede salir adelante. Y ellos anotan, aplauden embriagados al gurú, que les pide que paren de sufrir. Le celebran los chistes pero más le celebran su humanidad: tiene sentido del humor como todos nosotros, y una nariz y -creemos, porque estamos en súper pulman y no se ve un carajo- dos ojos. Y también le ruegan que toque Muchacha (ojos de papel). Escuchen a Guardiola, un placer por cierto, que les está diciendo que esto no tiene secretos, que él no inventó nada. Que “hagan lo que quieran, lo que se les dé la gana, pero -ojo acá- siempre con convicción”, que los atacantes son los primeros defensores y viceversa, y que todos los que están ahí, especialmente los que pagaron 1.200 pesos para verlo en primera fila, son unos pelotudos. Que él está porque le pagan bastante bien para hablar 45 minutos reloj y que ya ha “robado lo máximo posible” y que vale la pena erosionar algo de su romanticismo, pero que, admite, es “menos romántico de lo que parece”, y que lo abruman tantos elogios. Y que sus medias no son tan ricas como todos allí, paladar en la mano, creen.

Por Ariel Cristófalo, especial para Rock ‘N Ball

Te felicito por la foto, le dice un colega a otro en público. Periodistas. El retrato, bastante fuera de foco por cierto, junta al reportero con Pep Guardiola. Uno, sonrisa moderada. Otro, serio. Adivinen. La sonrisa del periodista oculta algo. No es la del groupie. La del fanático que se topó con Mick Jagger y, sentido de la oportunidad puntiagudo, limosneó “Mick, Mick, one picture, please”, antes de agregar en un inglés impro, cavernario y emocional, que lo ama (y que, además, en deber patriótico y representativo, Argentina también lo ama, que we love you). No, no es ésa. La sonrisa del periodista, en la escala del uno al Guasón, debe andar por el dos y medio. En el fondo, tal vez, el tipo sí sea cholulo. Pero la risita, decíamos, es moderada. La mueca, no hace falta un estudio acabado de semiología, está rebajada, se autocensura, y a la vez le quita el velo a sus aspiraciones de protagonismo. Un “acá, con Pep tomando un café en un antrito de Buenos Aires”. Ahí está el impudor. El periodista, ya todos saben que dicen, es un protagonista frustrado. Se lo puede asumir con dignidad. O no. Y sacarse esa foto con Guardiola. Y subir un escaloncito en el jet set del fútbol, que además es bastante pelotudo y berreta como jet set. La foto, hacerla pública, ponerla de encabezado en su perfil de tuiti, también presume ratificar su celebridad. Su corriente. “Yo soy amigo de Guardiola o, mirá, cuanto menos tengo onda: soy de los buenos”.

El periodista también quiere jugar a ser político. Juliana maestra, Juliana futbolista, Juliana política. Visto de un modo más primario: se fotografía con los que tienen imagen positiva para intentar retroalimentar la propia. Como hizo Cristina Fernández con Roger Waters, o Macri con una niña desabrigada de la villa, irónicamente con su remerita de I love NY brillante sobre el mic en la cumbre de un basurero. Como hizo Macri con Guardiola mismo, de hecho. La gurí embarrada, no tan bien comida, y Pep, que pesa su dinero como se implicó en sus ficciones un tal Fariña, para el caso dan lo mismo.

El periodista de la foto no tiene un Durán Barba, ni una elección que ganar; no es ningún Maquiavelo. Pero el periodista quisiera ganar una elección. (¿Acaso Jorge Lanata hoy no competiría por ganársela al oficialismo, acaso no es el líder alegórico de la oposición al gobierno de Cristina Fernández?). Quisiera ser técnico de fútbol (últimamente, algunos lo han intentado). El periodista es periodista. Un laurel, podría aceptarse con más dignidad, sería tener la captura fotográfica de una entrevista a Pep, grabador en mano.

Yo los veo y pobrecitos, les diría Comizzo. Guardiola los debe ver así también. Ya no sólo a los periodistas. También a toda esa fauna, esa designación de la lisergia, que es nuestra clase futbolera. Entrenadores, jugadores, ex, representantes, dirigentes. Todos asisten a su misa, en la iglesia universal, por esta vez el Gran Rex. También antes, en su almuerzo de gala con Falcioni, Jota Jota López, el colombiano Vargas y más. Yo voy, sonrío, le celebro un chiste al Bambino Veira, pero a la noche me voy a cenar, solo, con el Flaco Menotti.

Pep es el rey del fútbol allí. Un pastor brasileño, un Claudio María Domínguez. Pero vestido con polera. Si, en ese escenario, a Guardiola se le hubiera ocurrido tirarse un pedo, todos se lo hubieran rajado a la vez y el teatro se habría reformado como cámara de gas por un lapso de tiempo suficiente para que todos murieran asfixiados en su estupidez, o en olor a pedo: sinónimos.Pero no se cagó, el señor Pep, claro que no se cagó. La gente esperaba que exorcizara a alguno de los asistentes, que le tirara a la mierda la silla de ruedas a un lisiado y que el tipo saliera caminando: saltando, mejor. Y si todo eso no ocurría, entonces el fútbol habría muerto.

Guardiola es un entrenador excelente, tutor del mejor equipo de la historia. Pero allí lo que importaba era lo que decía. Y Guardiola dice que el fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes. Y dice que lo que vale en la cancha es el jugador. Que el fútbol es un pibe pateando una pelota en la calle. Que ser un líder es “ni la más puta idea” y que siempre que paró, volvió a llover, pero que con fe se puede salir adelante. Y ellos anotan, aplauden embriagados al gurú, que les pide que paren de sufrir. Le celebran los chistes pero más le celebran su humanidad: tiene sentido del humor como todos nosotros, y una nariz y -creemos, porque estamos en súper pulman y no se ve un carajo- dos ojos. Y también le ruegan que toque Muchacha (ojos de papel). Escuchen a Guardiola, un placer por cierto, que les está diciendo que esto no tiene secretos, que él no inventó nada. Que “hagan lo que quieran, lo que se les dé la gana, pero -ojo acá- siempre con convicción”, que los atacantes son los primeros defensores y viceversa, y que todos los que están ahí, especialmente los que pagaron 1.200 pesos para verlo en primera fila, son unos pelotudos. Que él está porque le pagan bastante bien para hablar 45 minutos reloj y que ya ha “robado lo máximo posible” y que vale la pena erosionar algo de su romanticismo, pero que, admite, es “menos romántico de lo que parece”, y que lo abruman tantos elogios. Y que sus medias no son tan ricas como todos allí, paladar en la mano, creen.