Manolo. Así se llamaba el viejo. Su apellido me lo llegó a decir, recuerdo, pero con un tono casi imperceptible que hizo que intuya y olvide pronto. Lo soltó al borde de un silencio desmedido, casi queriendo resguardar su anonimato, como si el misterio lo estuviera persiguiendo recordándole su valor innegociable de la duda. Es precisamente el enigma lo que hace rica a esta historia. El saber pero a medias. El no saber del saber. Y el viejo Manolo fue eso: alguien que dejó en evidencia a la vida sin que yo sepa de la suya.
Era un martes sombrío, con un cielo atiborrado de nubes que amagaba con llover hasta el fin de la humanidad y un viento incesante que dejaba desnudos a todos los árboles. En la calle, caminaban solamente algunos gatos con signos de tristeza y dejadez. Un día hecho noche, de esos que dan más sueño que alegría. Pero no podía quedarme en casa viendo una película recostado en el sillón y comiendo algo salado, como ese martes me persuadía que haga. No. Primero porque los nervios, a veinticuatro horas del partido, ya se habían introducido en mi estómago, cerrando con llaves las puertas de mi apetito, y segundo… porque tenía que ir. Con toda la vergüenza y con todas las disculpas al reino de los Cielos tenía que ir a la Iglesia. Regresar. Pisarla nuevamente después de una década de abandono, desde aquella vez que tomé mi primera comunión. Me trataba de justificar pensando que Dios iba a entenderme. Que eso se trataba de una causa mayor. No sólo le teníamos que ganar a los brasileños, sino que había que hacerles tres goles y que ellos no nos metieran ninguno. Dificilísimo, casi imposible. Por eso decidí volver a la casa católica: Para rogarle a Dios que nos prestara, aunque sea en una jugada, su segunda mano. No la del Diego. No la que bajó al Azteca en el 86. La otra. La otra que todavía no conocía lo que era el fútbol.
Luego de caminar unas diez cuadras arribé a la capilla que reside en mi barrio. Ésta se asemejaba a aquellos monumentos históricos que si apoyás un dedo se va todo al carajo. Viejísima, muy deteriorada. Con decir que las puertas de entrada emitían un chillido estridente que atentaba contra todo sistema auditivo, resumo la antigüedad y la decadencia que acarreaba aquel templo. Entré. Al ingresar, vi que el tiempo nunca se había tomado unos segundos para rezar. A diferencia con lo que se podía apreciar desde afuera, el recinto, por dentro, era majestuoso. Los reclinatorios hacían pensar que nunca nadie se había arrodillado en ellos y el prestiberio parecía virgen de huellas humanas. En ese instante comprendí el por qué de la oscuridad del día: ese salón, el que yo estaba pisando, le había exprimido toda la luz al Sol.
Fue entonces cuando saqué del bolsillo la cadenita de cobre con el escudo de mi equipo, que había llevado para que me acompañara durante la petición, y emprendí la marcha hasta a llegar al primero de todos los bancos, frente al altar. Sentía que cuanto más cerca estuviera de la cruz, más potente y escuchado iba a ser mi grito allá en las nubes.
Ahí estaba, arrodillado, besando con todo el amor de mi boca a esa insignia que me impulsaba a volver a una iglesia, mientras cerraba los ojos y pensaba en la ciudad colapsada de risas de gol, inundada de lágrimas de campeonato y teñida de plata por cada pedacito de esa copa que nunca jamás habíamos conseguido. Esperaba el milagro. Había soñado la semana entera con ese milagro que se transformó en más milagro cuando allá en Río nos bailaron todas las sambas juntas dentro del campo de juego. Llegó un milagro, pero otro. Bajado de los cielos o traído mágicamente por un destino lúdico. En esa capilla y en ese banco. En ese momento. En esas palabras que comenzaron con voces de risa y en esa pregunta que preguntó: “¿Y si pierden?”.
La primera reacción que tuve fue la de abrir los ojos y comprobar si verdaderamente esas carcajadas y esa pregunta estaban dirigidas a mí, que por cierto, lo estaban. Cuando giré la cabeza, con una lentitud que transportaba asombro y desconcierto, lo vi. Vestía unos mocasines color café, un jean bastante ajado y lo más curioso: una camiseta de fútbol desteñida y dañada, de esas que se usaban antes, mucho antes, que en el frente, en la parte superior, llegando al cuello, extrañaba los tres botones que alguna vez había tenido. El color no lo pude precisar con exactitud por el mal estado de la misma, sin embargo, quedaban algunos retazos huérfanos que aparentaban ser amarillos.
Era un viejo, muy mayor. Tenía unos ojos azules que estaban completamente seguros, protegidos y apoyados sobre unas ojeras que se veían hasta en la oscuridad. El piso de su cara era un papel desenvuelto que había sido duramente castigado y apretado. La misma rugosidad y el mismo blanco pálido. No bajaba de los 80 años.
“¿Y si pierden?”, retrucó el viejo mientras yo terminaba de estudiarle cada detalle.
“Y si perdemos la ciudad abundará de tristeza. Ésta es nuestra única oportunidad. Si no ganamos mañana, olvídese, nunca más”, contesté por respeto en el lapso en que mi cerebro me decía a gritos que me aleje, que mi tarea estaba cumplida y que ya había rezado los diez Padre Nuestro que asegurarían la Copa.
Cuando respondí, para sorpresa mía que hablaba en serio, se volvió a reír. “Además de viejo, boludo”, pensé. Hice un pequeño gesto que desenmascaró las ganas que tenía de irme y escuché: “Es increíble lo que hace un hombre desesperado por una pelota de fútbol que van a patear otros. Pero se ve que no hay remedio, porque casi todas las semanas veo a alguien como vos que se acerca hasta esta iglesia”. En ese instante, como quien escribe una carta de amor, la borra entera porque siente que a su pretendida no le va a impresionar y la vuelve a empezar, sentí que el viejo no era tan boludo, es más, me pareció lúcido e inteligente lo que había dicho. “Sí, usted sabe, nosotros los hinchas no jugamos, pero sentimos que cada gol lo convertimos con nuestros pies y cada patada la sufrimos con nuestras piernas”. El viejo me miró atento- ahora se lo podía ver más concentrado – y murmuró: “¿Y quién le dijo que usted no juega? Todos jugamos, todo el tiempo. La vida, tu vida, mi vida, si se pone a pensar, es un partido de fútbol”.
Si en algún instante había visitado mi cabeza la idea de retirarme del salón, esa última respuesta del viejo la extirpó totalmente. “¿Un partido de fútbol? ¿Qué quiere decirme?”, le pregunté con curiosidad. “Sí, un partido de fútbol. Simple y sencillo”, me contestó.
Ante mi mirada atenta que lo dejó más vizco de lo que estaba, el viejo comenzó su monólogo:
“Usted, después de lo que le voy a contar, puede salir de aquí y decirle a quien quiera que se cruzó con un enfermo, con un desquiciado o con un demente incurable. Puede describirme como se le antoje, pero ahora présteme atención. Aunque le cueste, olvídese del partido de mañana, de sus hijos, de su esposa, de sus amigos y de todo lo que lo rodea. Solamente imagine, vuele conmigo, escuche y piense. Eso. Piense.”
Y continuó:
“Cuando brotó la última cana en mi cabeza me di cuenta de algo que había ignorado toda mi vida. Nunca se lo pude contar a nadie. Tal vez por mi soledad de siempre, tal vez porque nunca se presentó la ocasión, o tal vez porque jamás vi a ningún ser humano sentir el fútbol como en estos minutos observo en usted. Mi teoría, como bien le dije, consiste en que un partido abarca la vida entera de una persona:
Piense -susurró-. Todos, cada uno de nosotros, antes de pisar los suelos del mundo, de nacer y de respirar, permanecemos nueve meses en un útero. Ahí, en ese lugarcito de espacio reducido nos formamos, nos preparamos para el desafío que está por venir y también pateamos. Pateamos mucho. Una, dos, cien, mil, un millon de pelotazos se come esa panza con forma de pelota que nosotros, sin que nadie nos vea, simplemente pateamos hasta que por fin estamos listos para vivir. Para jugar. Esto no es más que la entrada en calor antes de salir a la cancha”.
Hizo una breve pausa, tomó un poco de agua de una botellita que tenía al lado suyo, y prosiguió:
“Después de mucho entrenar, salimos. Globos, carteles, regalos, banderas. Todo es festejo. Todo es locura. Nuestra llegada revoluciona el mundo. La gente que nos rodea celebra el arribo. No entendemos por qué. Qué es lo que sucede. Qué ganamos. Qué hicimos para que nos ovacionen tanto. Sólo surgimos. Sólo aparecimos y… ya. Y así, de esa forma, pisamos el césped del estadio para que la hinchada se venga abajo cantando, gritando y celebrando nuestra salida del túnel. Luego – siguió con un rostro que se iba iluminando de a poco- llegan los primeros años de vida. Son jodidos. Nos cuestan mucho. Lleva tiempo acomodarnos y hacer pie. Cometemos infinidad de caídas y pasamos dormidos la mayor parte del día. Estamos distraídos y también pensativos, visualizando todo lo que está a nuestro alcance, tratando de no perdernos un sólo detalle. Así, de este modo, arrancamos el partido: Desorientados. Imprecisos. Adormecidos. Pecando de errores infantiles. Analizando cada sector de la cancha. Por acá el césped está más húmedo, por acá más consistente. Hay que ir por éste lado, hay que ir por el otro. Así hasta que logramos una mayor solidez, que va desde la adolescencia hasta los 40, 45 años. En este período nos jugamos la vida, sabemos la importancia que tiene. Metemos garra, ponemos todo, hacemos y deshacemos, decimos o callamos para siempre, esto no y esto sí. Somos extremadamente felices y conocemos la más ardua de las penas. En algunas épocas la alegría es inmensa y en otras la tristeza es abismal. Reir, llorar, reir, llorar, reir, llorar. Y parar. Si usted se fija –me dijo con cuantiosa seguridad – desde el minuto veinte, aproximadamente, hasta el final del primer tiempo, los hechos en una cancha de fútbol son similares: nos afianzamos en el terreno, por fin. Nos acostumbramos al vapor de las hinchadas y desarrollamos, bien o mal, nuestro juego, plasmando acertadamente o no la estrategia sobre el campo. Asimismo, realizamos jugadas que pensamos deliberadamente y meticulosamente y realizamos jugadas que salen porque sí debido a los dados azarosos arrojados por el mismísimo destino impredecible, que algunas veces nos beneficia y otras veces nos perjudica. No obstante, llegan los goles. Los goles que gritamos con la marca de todas las venas del cuerpo y los goles que sufrimos con la desazón más pura de un convicto al que le dan cadena perpetua. Atacamos nosotros, vienen ellos, vamos de nuevo y defendemos, repitiéndolo una y otra vez hasta que finaliza la primera parte de la vida y la primera parte del partido, a la vez”.
Yo permanecí reposado sobre el banco, reflexionando sin ganas de interrumpir el tremendo relato, mientras el viejo continuaba sin escrúpulos:
“45 años. La mente baja revoluciones y acostumbra a ejercitar la acción de pensar. Sin parar. Analizamos. Dudamos. Nos satisfacemos y también lamentamos. Esto hice mal. Esto hice bien. Si hubiera actuado de este modo tal y tal cosa hubiesen sido diferentes. ¿Por qué a mí? ¿Por qué no a ellos? Hay que seguir así. Hay que corregir. Hay que ajustar. Esto – el viejo visiblemente entusiasmado – es un vestuario en el entretiempo”.
Asentí con la cabeza, dándole el pie, y el viejo una vez más tomo impulso y agarró viaje:
“Después de numerosas reflexiones y mucho debate, de forma inconsciente se presenta en nuestra mente el único objetivo que tendremos hasta el último suspiro que salga de nuestra boca: enmendar cada error que realizamos, reivindicarnos de cada equivocación que efectuamos y golear la vida tanto como podamos. Porque en definitiva, al fin y al cabo, nuestra conciencia nos prende la alerta de que queda poco, de que el segundo tiempo ha empezado y de que está en nosotros, y solamente en nosotros, festejar cuando finalice el partido o quedar por siempre y para siempre en el olvido de los olvidados. Y cada vez más extenuados y consumidos, cada vez más golpeados de tanta patada y de tanto roce, de tantos minutos y de tantos años, de tanto fútbol y de tanta vida, así jugamos y así terminamos. De contra, con el poco aire que nos queda. Aguantando con garra y con experiencia. Luchando. Sacándola con la cabeza, con el pecho, con los pies, con lo que nos dé. Rezándole a alguna fuerza divina para que además de despejarla con nosotros ilumine al árbitro y de pedo, de puro pedo, tengamos un córner, un tiro libre cerca del área o un penal. Un último penal. La última posibilidad de despedir con glorias a la vida y acabar festejando el partido. Un penal…”.
Atónito, olímpicamente sorprendido y hermosamente aturdido estaba yo por ese huracán de palabras que en minutos había arrasado mi alma entera y todos los sentimientos de mi corazón que latía y cada vez más fuerte. Conmovido estaba yo, también, porque el viejo me miraba con los ojos llenos de agua, con los ojos a punto de llorar de alegría, de tristeza o de emoción, quien sabe. Y fue en ese instante cuando volvió a repetir con una voz ronca y a la vez quebrada:
“Un penal. Me escuchó. Me lo dio. El árbitro me lo dio”.
“¿Quién? ¿Qué penal? ¿Qué árbitro?”, le pregunté ingenuamente. No se si hice bien o si hice mal. Fue lo primero que se me cruzó en esos segundos en donde no tuve reacción porque no dejaba de pensar en la enfermedad, dichosa enfermedad, del viejo por el fútbol.
Él, ante mis preguntas, se pasó su mano derecha por el rostro húmedo, secándose algunas lágrimas, y escapó súbitamente. De golpe. Con una prisa que me dejó más embobado de lo que estaba. Me sentía tan bien escuchándolo. El viejo tenía razón, me dibujó la vida como siempre quise dibujarla. Me la pintó de cancha, me la trazó con líneas de cal, me la coloreó de verde y me la tiñó de goles. ¿Por qué huía de esa manera?
Previo a irse, a escapar, me obsequió su camiseta con la condición de que yo le conceda mi cadenita de cobre con la insignia de mi equipo. Se la dí. Seguía tan inmóvil y absorto que sentí la necesidad de aceptar el trato. No supe entenderlo. Fui tan incrédulo. Fui tan inocente que no logré asemejar y vincular ese intercambio como lo pensó el viejo en ese momento.
“¡Dígame su nombre, por favor!. Aunque sea su edad. Dígame si el penal que le concedieron lo hizo, si terminó en gol”, le rogué desaforadamente, pretendiendo saber algo más.
“Manolo. 89 años”, me llegó a decir gritando mientras se retiraba y se alejaba de la iglesia.
Hoy, el día después a ese encuentro mágico con el viejo Manolo, el día del partido de vuelta contra los brasileños, recién supe darme cuenta.
La camiseta que me había entregado el viejo no servía para nada. Era de notarse que tenía mil años. Desarraigada, despilfarrada y agujereada. Sin embargo, cuando estaba a punto de sacármela de encima, de tirarla a la basura, lo vi:
En la parte de atrás, arriba del número diez, se leían las tres letras que forman la palabra más hermosa del mundo: GOL. Perfectamente se entendía y perfectamente asocié por única vez como el viejo siempre asoció. El árbitro que me había mencionado él en la Iglesia era Dios, a quien hace semanas iba a rogarle un penal para terminar como deseaba su partido, su paso por este mundo. Y acá estoy: parado en la entrada del estadio, esperando otro milagro y pensando que yo fui ese penal que necesitó el viejo para regalarme esta camiseta y hacer el último gol de su vida.
Santiago Capriata 10/09/2013
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