En un tiempo que eludió a la historia y en un sitio que no conocieron los mapas se manifestó por primera vez la ira de los más perfectos jugadores de fútbol. Los más ostentosos, los más virtuosos, los de mayor potencial. Aquellos que sobresalían de lo sagrado. Eran veintidós. Veintidós futbolistas que ejemplificaban sin un mínimo error la excelencia del deporte más imperfecto que existe. Y sí, ustedes dirán que el fútbol es hermoso debido al error, a la equivocación que determina un gol, al imprevisto que cambia la dinámica de lo presunto, a las sorpresas que no albergan explicación. Sí, entiendo. El fútbol sin errores no sería fútbol. O no sería el que vemos y amamos y odiamos alguna que otra vez. Está claro. Pero lo que sucedió en ese estadio aquella vez fue grandioso, memorable, sideral. Algo que jamás aprecié en mi vida. Esos tipos no erraron ni un pase. Y cuando digo ni un pase es ni uno. Por primera vez vi lo que fue la perfección en un terreno de juego. Y no me hablen del Santos de Pelé, del Hungría de Puskas, de la Naranja Mecánica, del Milan de Arrigo Sacchi ni del Barcelona de Guardiola. Déjenme contarles a mí de estos jugadores.
El encuentro se llevó a cabo en un estadio colosal jamás construido, que acarreaba todas las fastuosidades posibles. Los doscientos mil simpatizantes ocuparon por completo las gradas. No hubo siquiera un hueco para una de las más ínfimas hormigas. Eso sí, durante el desarrollo del espectáculo el silencio fue sepulcral, de modo tal que cuando mis ojos se iluminaban en veneración de lo que observaban, todo el público presente apenas sonreía. Es más, fui el único tipo que gritó el primer gol. Mi rugido me asustó a mí y ni te cuento al que estaba sentado al lado mio. En ese momento sentí que las miradas me comían las tripas, porque el alarido fue tan estrepitoso que no sólo los espectadores, sino además un par de jugadores, sorprendidos, alzaban la vista hasta el sector donde me encontraba. No entendía nada. ¿Ninguno de los miles vio aquel golazo? ¿A nadie se le movió un poquito el piso del corazón para soltar un grito? ¿Acaso en la cancha no se festeja, no se expresa la euforia ante semejante acto de belleza? No, se ve que ahí no. Después comprendí el por qué de la situación.
Aunque aquel duelo era una final, según lo que entendí en las palabras masculladas que salían de la boca de un simpatizante que le comentaba a otro, vale aclarar que los presentes poco y nada sabían de costumbres, tradiciones e idiomas –había gente de todos los colores-, aquellos hinchas no se inmutaban con nada. Parecía que eran inconmovibles, que asistían por inercia, que la sangre caliente no era la de ellos y que poco de humano tenían y mucho de estatua sentían. Es más, hasta llegué a teorizar que no les gustaba el fútbol. ¿Cómo una persona que ama este deporte apenas suelte una mueca de alegría ante el juego más inequívoco y lujoso de todos? Sus caras eran absortas, aburridas, redundantes. Muchachos, no es una partida de ajedrez, varíen la postura. ¿No disfrutan? Tantas cosas me daban ganas de reprocharles. En fin, yo, como un pelotudo, tenía casi prohibido levantar la voz porque a cien mil novecientos noventa y nueve zombies le habían mutilado la lengua.
No pregunten y tampoco investiguen por qué arribé a ese estadio y por qué fui el único que presencié esos noventa minutos maravillosos. No vale la pena. No tiene sentido y mucho menos lógica. Aparecí, como por arte de magia, para contar y tratar de revivir esas imágenes oníricas.
Llegué sobre la hora, cinco minutos antes de la salida de ambos equipos al campo de juego. No tenía programado asistir porque tampoco conocía de aquella final. Los periódicos no habían gastado tinta en promocionarlo, ninguna emisora de radio se refería al encuentro y los programas de televisión no le habían dedicado un segundo de rating. Incluso, desconozco como ingresé a las butacas y por cual de las puertas de ingreso había traspasado. Creo que no pagué entrada. Sin duda, fui un privilegiado.
Cuando finalmente los veintidós jugadores pisaron el césped, que por cierto nunca observé hierba en mejores condiciones- lisa, sin pozo alguno, el más verde de los verdes- mi rostro presentó signos de estupor y asombro. En primer lugar, el árbitro no aparecía. Y no apareció, se comenzó y se finalizó el cotejo sin la terna arbitral. Curioso. Sin embargo, lo más llamativo que pude apreciar fueron las diferencias en las vestimentas de los futbolistas. Cada cual vestía una distinta. No es que un equipo estaba uniformado de forma similar. No, nada que ver. Algunos protagonistas presentaban una moda desigual, anacrónica de la época. Estábamos en el 2013 y no faltaban los anticuados. Por ejemplo el 6 de los azules. Un payaso. Seguía usando los shortcitos apretados con los que se jugaba treinta años atrás. O el 5 de los blancos, que poseía un corte de pelo propio de la década de 1960. Era un fiel reflejo de John Lennon. Tampoco salían de ridículos los dos atacantes de ambos conjuntos, que acaparaban un cabello largo inusual para el presente. Pero el peor, sin dudas, el arquero de los azules. Una boina. Sisi, usaba boina el muy demente. Increíble. Mi desconcierto fue tan invasivo que llegué a una hipótesis después confirmada: No era un partido normal. No era un partido contemporáneo. Bien podía ser catalogado como “la final de todos los tiempos”. Aunque yo nunca haya tenido imagen de aquellos futbolistas. Ni me sonaban.
Otra de las particularidades que acarreaba el duelo era la ausencia de los directores técnicos, junto con la de los suplentes. Sólo veintidós jugadores y dentro del campo. No había quien les grite desde atrás de la línea ni quien los sustituya. En definitiva, yo, al observar estas diferencias con el fútbol cotidiano que veo, pensé en retirarme del coliseo cantidad de veces previo al comienzo. Si no lo hice, fue por mera curiosidad de observar cómo y por qué lo hacían. Por qué esas reglas extrañas.
Mientras el estadio seguía sin volumen -el gentío miraba y se movía pero no acotaba palabra-, el encuentro comenzó. Nadie realizó el pitazo inicial. Los protagonistas arreglaron como si fuese un amistoso quién sacaba y quien elegía portería. ¡¿Qué final era ésta?! Parecían conocerse todos con todos. Y cuando digo esto meto dentro de la totalidad al público, también. Cuestión, bastaron que transcurrieran los primeros minutos para que, por lo menos, en ese instante, sea el tipo más feliz de la Tierra. Mi entusiasmo era directamente proporcional a la suntuosidad del desempeño de los actores en esa obra de teatro. Pase por acá, pase por allá. Triangulaciones. Cambios de frente. Paredes. Infinidad de chiches. Jugadas monstruosas. Nunca había presenciado excelencia semejante. Porque los tipos no es que ante la presión de un rival, o ante el mismísimo rótulo de final que poseía el match, se achicaban y la tiraban para arriba. No, nada de eso. Echarla a las nubes era pecado. Cómo si cuanto más la pelota se levantara del césped mayor sería la desazón de ellos. Cómo si fuesen concientes de que a la redonda le dolían los pelotazos asesinos con destino a la nada. Ahí, la pelota era sinónimo de novia, de amor de sus vidas. Porque así la trataban. Con la sutileza de sus botines la llenaban de besos. Ella parecía contenta. Nunca picaba mal. Por eso, sin ningún tipo de titubeo, mi boca afirma lo que mis ojos le cuentan: ese partido fue lo mejor que observaron desde que ven al mundo.
Ni que hablar del juego limpio. Creo que no hubo un foul. Se jugaba fuerte, no se sacaba la pierna, pero todo era leal. El partido era totalmente impoluto. No había mal intencionados. Eran hermanos dentro del terreno de juego. No solamente uno con los otros diez compañeros de equipo. No. Todos con todos. Ahí comprendí el por qué de la ausencia de la terna arbitral. ¿Roja? ¿Amarilla? Ahí se reflejaban con nitidez esas dos palabras que usamos muchas veces y se cumple en pocas: fair play.
Luego de la finalización del primer tiempo, sumergido en el mar de las más puras fascinaciones, agarré el anotador que guardaba en uno de mis bolsillos y me pasé los quince minutos del descanso anotando. No podía ser de otra manera. Mi condición de periodista, mi deber de contar, de transmitir un mensaje, me obligaba a transcribir todo de lo que fui testigo. El análisis que hice se basó en una descripción de cada jugador según el sector de la cancha. Cada uno de ellos era el mejor de los mejores en su puesto. Los delanteros tenían un espacio y aniquilaban. Los volantes eran sabios de la resistencia cuando la posesión pertenecía al rival y directores de orquesta cuando era de ellos. Los defensores eran experimentados ladrones de bancos, sólo que los billetes tenían forma de pelota. Robaban, cortaban, cabeceaban. Todos eran magistrales. Sin embargo, la primera etapa finalizó 1-0. Y usted me va a preguntar cómo termina de esa manera si el partido es perfecto, sin un mínimo error. Claro, está bien. Por lo que yo le respondería que los arqueros eran impresionantes, que hacían las atajadas más volátiles, pero que no estaban vestidos de Superman como para transformar una parada de gol humana en una salvada de cuento de ciencia ficción. En aquella anotación nadie se equivocó, no hubo culpables, fue cándidamente virtud del 7 de los azules. Pensándolo bien, sí, quizá alguien se equivocó. Yo. Que grité el gol como un desaforado acaparando la sorpresa de todos los presentes. Igualmente, sigo insistiendo que lo mío fue algo natural.
En el comienzo del segundo tiempo todo siguió de la misma forma. En el juego, donde los benefactores continuaban exponiendo las obras de arte que pintaban con los pies, y también en las gradas, donde yo era el único que seguía regodeándose con lo que hacían esos tipos dentro del perímetro rectangular. Aunque aclaro, aquella devoción que sentía poco a poco iba disminuyendo. Sí, era espectacular ese fútbol, pero… que se yo. Sentí tanta perfección que me empezó a impacientar, a incomodar. Quería ver aunque sea una patada, que al 4 de los azules se le crucen los cables y levante por el aire a ese 11 habilidoso por demás. Algo.
Pero viejo, usted no me va a creer. Definitivamente no me va a creer porque lo que ocurrió aquel día lo voy a recordar para siempre. Fue tan grandioso que no se va a borrar nunca de mi memoria. Puedo olvidarme de mi primera mascota, de mi primer club en el que jugué, del nombre de mis primeras novias, del gusto que tienen los caramelos y hasta del nombre de mis tíos y mis abuelos. Pero eso, jamás. Es que el mundo, aquel estadio, aquel partido estaban tan tranquilos que nadie creía una posible catástrofe. Y menos, si los autores materiales de ese desastre futbolístico fueran dos tipos comunes y corrientes. Pero pasó, amigo, pasó.
El hecho que desencadenó todo fue la lesión del 9 de los blancos. Para los presentes fue algo imprevisto. Por primera vez en el partido vi algunas caras de confusión, lo que me sirvió para comprobar que esos tipos que me rodeaban tenían vida, respiraban. El juego estuvo pausado durante un tiempo bastante prolongado. Los jugadores esperaban por una pronta recuperación del centro delantero, sin embargo, el dolorido no pudo continuar. Se ve que la lesión fue grave. Desde la ubicación donde estaba no pude ver detalladamente el grado de la misma. ¿Y ahora, que hacemos? Porque suplentes no había y jugar con uno menos o uno más no entraba en las retinas de esos muchachos que cumplían con las reglas como si de vida o muerte se tratara. No tuvieron peor idea que llamar a un pibe que andaba comiendo un chupetín, sólo, en uno de los bancos de suplentes. Se ve que se moría de ganas de entrar porque ya andaba con los botines puestos. El 9 maltrecho le obsequió el pantalón y la camiseta. A jugar.
Yo te digo que cuando vi al ingresado dentro del campo de juego no lo pude creer. ¿Cómo ese tipo podía jugar al fútbol? ¿No había otro ahí para entrar? Éste era microscópico para todas las bestias esas de cuerpo prepotente. Pelito lacio más oscuro que claro, una tenue barbita, piernas diminutas. Para empezar, la camiseta para él, era una sábana y los pantalones un vestido. Encima era sumamente reconocible porque su calzado era de color y no negro como los que tenían los otros. En conclusión: un ridículo.
Restaban veinte minutos por jugar y la primera pelota que tocó este pibe la mandó a Afganistán. Yo y todos los resucitados que protagonizamos el juego pudimos apreciar que el muchacho poco tenía de perfecto. Desentonaba. El tiempo fue pasando y nos fuimos convenciendo de que no era un mala pata, a pesar de lo chiquito que era. El pibe, vamos a decir la verdad, la rompía. Pero no al nivel de los genios de los genios con los que compartía cancha. Sin embargo este pendejo en ese momento me cagó la vida. Había algo en él que me resultaba familiar. Su juego me dejaba pensativo. Esa aceleración, esa velocidad, esa zurda. Yo de algún lado lo tenía. Nunca me pude acordar de donde.
El partido se volvió aún más complicado para los reyes del fútbol. Si ya era raro que hubiera un lesionado quién pensaría que habría otro más. El golpe se produjo faltando diez para el final, y precisamente el 10, fue el perjudicado. Otra vez del equipo blanco. En un pase mal destinado del pibe que había ingresado poco antes, el enganche sufrió en aquella jugada una luxación de hombro en su afán de llegar al balón. El que lo sustituyó fue uno de los alcanza pelotas. Bajito, morocho, pelo ondulado, medio gordito, también zurdo.
El principio de la tragedia fue la entrada de este gordito. Revolucionó no sólo el campo de juego, sino también a las personas que estaban sentadas en las butacas. Si ese encuentro hubiera sido llevado a una corte suprema este muchacho hubiese sido condenado a cadena perpetua. Atentó contra todo y todos. Si el fair play para esos docentes del fútbol era un sacramento este tipo se encargó de ganarse al diablo. Del mismo modo que se sacaba de encima a los defensores se daba maña para realizar todo tipo de vivezas. Porque no sólo era un recontra jugadorazo con la pelota en los pies, sino también lo era sin ella. Encima, para la mala fortuna de los azules, los pibes que habían ingresado estaban juntos. Se equivocaban, sí. Se equivocaban mucho cuando ninguno lo hacía. Pero cuando acertaban. Ay mi viejo cuando estos tipos acertaban. Hervía el estadio. Se prendía fuego en gritos y aplausos. El gordito acortinaba a los centrales y el pibe microscópico aceleraba, con la pelota pegadita al pie y la metía. El gordito camiseteaba al volante central de ellos y el pibe microscópico pasaba sin semáforo una avenida que desembocaba en un gol. El gordito eludía a tres y se la pasaba al pibe microscópico que amagaba a otros tres y al arquero. Lo peor es que estos dos subversivos del orden lúdico se habían conocido hace un rato. Pero eran tan distintos entre ellos, uno tan sencillo, humilde, que apenas la pedía, y el otro tan fervoroso, tan pícaro y pillo, que sus diferencias me hicieron dar cuenta de lo que es la igualdad en su máximo esplendor. La igualdad que significa tener un hermano en una cancha de fútbol. Se entendían a la perfección. Cuando uno la tenía el otro sabía como moverse. Parecía que hablaban el mismo idioma. Uno era tan cielo y el otro era tan infierno que juntos eran la vida misma.
A todo esto, en ese estadio, en ese día, creo que los azules, y algunos blancos que no compartían la forma con la que jugaban el 9 y el 10 de su equipo, por primera vez conocieron lo que es el enfado, la ira. Porque dos pibes los estaban volviendo locos. Ellos no sabían de vivezas, de agarrones, de manos intencionadas. No. Ellos sabían lo más digno del fútbol, lo más sensato. Su debilidad era esa. Conocer una parte.
Y después comprendí el complejo de estatua que poseía la gente al principio. No disfrutaban por completo, casi que se aburrían. Era todo tan mecanizado, todo tan armado, todo tan esperable que no había nada que los motive. No estaba esa sorpresa, ese imprevisto que mantiene vivo al deseo y a nuestro ser. Ellos casi que asistían por costumbre. Sus caras de tristeza, de “nada nuevo va a pasar”, lo decían todo. Entonces, la entrada de estos dos distintos, estos dos innovadores, les permitió encenderse, dar cuenta que las personas también necesitamos de lo prohibido, de lo que no se puede. ¿Que sentido tiene lo rutinario, lo que siempre está perfecto, lo inequívoco?
El partido terminó 4 – 1 a favor de los blancos. Aquellos dos pibes lo ganaron solos. Al término del encuentro, mientras adentro del campo de juego los jugadores iracundos reclamaban, reprochaban y acusaban a los dos ingresados, las personas afuera festejaban, bailaban y gritaban. Vivían. Nunca un estadio de fútbol había latido más fuerte que mi propio corazón.
Hoy, amigos, les cuento esta historia. Esta experiencia que viví en algún que otro sueño.
Y viajando por sueños más posteriores, los jugadores más perfectos que conocí, más calmados, más tranquilos, me cuentan que los estadios en donde juegan ya no se llenan, que ya no atrapan al público. Me cuentan que andan buscando a estos dos jóvenes por todos lados. Me cuentan que las imperfecciones de ellos son las más perfectas que observaron. Me cuentan que los necesitan. Me cuentan que lo único que les quedó fueron los cordones de uno de los botines que usó uno de ellos. Me cuentan que son de color celeste y blanco. Me cuentan, y se lamentan, que nunca más los vieron.
Santiago Capriata 17/06/2013
Comentarios