Se cumplen quince años de uno de los momentos más álgidos de la historia argentina reciente. Uno de esos que, si no lo hubiéramos vivido, parecería salido de una película de ciencia ficción de Stanley Kubrick. Lo que pasó el 19 y 20 de diciembre fue una experiencia fundacional para muchos argentinos que hoy hacen sus primeras armas como ciudadanos y un déja vú para los que empiezan a peinar canas (ni hablar para los que ya las tienen), pero – sobre todo – fue la culminación de un sistema que hacía agua por todos lados.
Todo colapsó: la economía, la política y la sociedad. En términos económicos, uno de los principales problemas fue la convertibilidad, que implicaba que cada peso argentino valía un dólar simplemente porque lo decía la ley. Implementada durante la presidencia de Carlos Menem por el Ministro de Economía Domingo Cavallo, la medida abarató los bienes importados y elevó a niveles insospechados el consumo de los argentinos que disponían de recursos, pero también llevó al cierre de industrias (que no podían competir con importaciones baratas). Eso, sumado a la flexibilización laboral y al achicamiento del Estado, hizo que quienes no tenían dinero tampoco tuvieran dónde apoyarse para levantar cabeza. En otras palabras, el sistema aumentaba por definición la desigualdad y la pobreza. Bien lo explica Pino Solanas en la película “Memoria del Saqueo”.
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El impacto de esa situación podía haberse visto moderado si hubiera sido absorbido por el sistema de partidos. Si hubiera habido en la elección de 1999 una alternativa políticamente viable que propusiera otro camino económico con una salida gradual de la convertibilidad, posiblemente los números no hubieran sido tan lapidarios como lo fueron en 2002. Pero eso no sucedió. En campaña, la alternativa estuvo encarnada por la Alianza, formada por la UCR y el FREPASO (escisión antimenemista del PJ). Curiosamente, proponía continuar en el sistema, pero sin corrupción. Era una alternativa a medias.
Si bien ganó, se rompió antes de cumplirse un año de gobierno: el FREPASO se alejó por diferencias con el rumbo conservador que se estaba tomando y a modo de denuncia de casos de corrupción. El gesto clave fue la renuncia del vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez. Justamente, era la corrupción lo que la Alianza se proponía evitar. No lo logró, y las diferencias con el menemismo eran menos que las que se preveían. En septiembre de 2001, confirmando ese camino, el presidente De La Rúa no tuvo mejor idea que nombrar a Cavallo de nuevo Ministro de Economía. ¿Quién mejor que el ideólogo del inviable sistema para ayudar a sostenerlo?
La sociedad no podía estar ajena al adormecimiento de la clase dirigente, y mucho menos al desastre económico. Así, la declaración de estado de sitio por parte del De La Rúa el 18 de diciembre dio lugar a una serie de protestas en todo el país. De ellas participaron movimientos sociales organizados que habían nacido al calor de las reformas económicas de la década anterior, pero también ciudadanos independientes hartos de ver cómo se les coartaban oportunidades de progreso en su propio país y sus gobernantes no hacían nada para impedirlo (más aún, lo fomentaban). El saldo de esas protestas fueron 38 muertos y varios condenados, entre ellos Gustavo Mathov – ex Secretario de Seguridad -, además de un gobierno fuera del poder. Elocuente es el testimonio recolectado en el programa de Felipe Pigna, “Si te he visto no me acuerdo”.
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Nada fue igual después del 2001. En octubre de 2002, la pobreza alcanzaba al 57,8% de los compatriotas, con niveles de desigualdad nunca antes alcanzados en nuestra historia. Que se entienda claramente: casi seis de cada diez argentinos vivían en hogares pobres. Los partidos políticos tradicionales desaparecieron tal como se los conocía, en buena parte porque no fueron capaces de ofrecer alternativas y porque eran paraguas demasiado grandes que englobaban dentro personas de ideologías muy distintas entre sí: el sistema implosionó. Hoy, tanto el peronismo como el no peronismo tienen vertientes de izquierda y de derecha que compiten en elecciones por separado. Ni siquiera las PASO pudieron volver a aglutinarlos – surgieron justamente para eso -. Y no está para nada claro que sea deseable que eso suceda.
Por otra parte, los movimientos sociales (piqueteros, por ejemplo), que eran preponderantes en aquel momento, siguieron teniendo un lugar destacado en Argentina luego, aunque no el mismo nivel de protagonismo. Eso es así porque la pobreza nunca bajó del 25%, lo que no es un dato menor: uno de cada cuatro argentinos, como mínimo, vive en un hogar pobre estructuralmente desde la década de 1990.
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Por todo esto, el 2001 también es un nunca más. Es un nunca más a la administración económica irresponsable, que destruye sueños y que mata gente de hambre. Es un nunca más a la política para pocos, que no discute ideas ni proyectos de país y que pone el discurso electoralista (sostener la convertibilidad para mantener la ilusión del consumo, por ejemplo) delante de los intereses de las mayorías. Finalmente, y sobre todo, es un nunca más a la represión, porque pareciera que existen ciertos tapujos al recordar que el Estado (porque la policía es uno de los brazos ejecutores del Estado) ocasionó 38 muertos en democracia.
Es cierto también, sin embargo, que la situación ayudó a consolidar la democracia, porque nunca antes en la historia argentina una situación tan drástica había sido resuelta por las vías institucionales previstas para eso. En el fondo, esa no deja de ser una buena noticia que esperanza hacia el futuro, porque quiere decir que – a pesar de la notable impericia que hasta aquel momento había mostrado la clase política – el pueblo argentino aprendió a gobernarse.
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