Javier Crespin nació en Mendoza, se crió en Santa cruz, y a los 17 años se vino a Buenos Aires para estudiar música. Prometió y cumplió: Hoy tiene 25, terminó la cursada en la Escuela de Música de Buenos Aires (EMBA) hace unos años, y está en plena preparación de su tesis para que un papel confirme lo que todo aquel que lo escuche ya supone que es: Un Músico Profesional.
Pero este esfuerzo no tiene comparación al que a sus 12 años tuvo que transitar para demostrar que merecía con real interés el instrumento con el que su abuelo lo llenó de amor por la música, antes de dejar este mundo: “No era ninguna gracia para nadie mandarlo como un juguete a una casa con 5 niños. No me lo iban a dar a menos que estudiara, y en Rio Gallegos no era fácil. Afortunadamente conseguí un profesor que me pasó las primeras cosas. Cuando ya tuve un tema (La Reina Batata, de María Elena Walsh) me dijeron: “Bueno dale, se ve que estas estudiando”, y me lo mandaron de Mendoza”.
Y es que estamos hablando de un instrumento que tiene más de 80 años “si las referencias internas no mienten”, como comenta Javier tras inspeccionar los sellos y el nº de serie en su interior, para corroborar, efectivamente, que es de 1933. Su tesoro. El elegido. Por él y por Salvador Nanfara, quien circunstancialmente vendía y compraba bandoneones de segunda y se quedó con la sonoridad de este ELA Germania con peines de zinc tras a ver pasar tantos ejemplares. “Me lo han elogiado mucho profesores y luthiers”, asegura hoy su nieto, orgulloso.
Los minutos pasan y la conversación cada vez retrocede más en el tiempo: “Empecé a saber de tango porque justo en la escuela nos hicieron estudiar el lunfardo. Ahí vino la información para capitalizar lo que yo escuché siempre por mi abuelo”. Y cuando se le pregunta por sus principales referentes, Javier no duda: “La primera influencia real es él. Cuando escucho uno de los temas que tocaba, todavía se me pone la piel de gallina”.
Luego empezó a crecer y, naturalmente, se desplazó hacia otros estilos: “También soy rockero. Jazzero”, aclara. Y hay más: “Me gusta el folclore, escucho samba, funk, candombe, murga. Géneros folclóricos latinoamericanos en general. Música brasilera, cubana”. Específicamente, entre los principales intérpretes del instrumento al que tantas horas le dedica figuran como eje el eterno Aníbal Troilo, y también Astor Piazzolla. Aunque después de la adolescencia, asegura que se “despiazzolizzó” y comenzó con Osvaldo Pugliese, Julio De Caro, y Horacio Salgán, más moderno.
Javier reconoce que fue durante su pasado medio ‘jipón’ que se sintió seducido por la idea de tocar en los espacios públicos. Y lo hizo mucho. En las plazas, subtes, colectivos. “Cuando tocaba antes era demasiado recreativo, pero en los últimos años empecé a tener más recato de no tocar cualquier cosa. Tocaba más música de fogones, lo que venga, como sea. Ahora trato de mejorar mi postura, de que suenen bien todas las notas, de que el sonido sea parejo”.
Entre el pibito santacruceño que recién comenzaba a estudiar en 2008, y el muchacho de cabello enredado a un paso de recibirse de hoy, se desasna un evidente e inevitable contraste: “Idealmente me gustaría más tocar en escenarios. Para ir encaminando la profesión.”. Pero no puede ignorar el valor y la magia de la experiencia y las sorpresas, (gratas) que le otorgaron presentarse de manera transeúnte: “Acá está bueno porque escucha todo el mundo, gente que nunca vio un bandoneón de cerca. La calle tiene un mambo interesante. Una vez se me acercó un tipo totalmente en curda a cantar tangos que nadie conoce”. Y los más pequeños no se quedan atrás: “Es increíble cómo se acercan los niños. Uno el otro día le dijo a la madre ¿Me van a comprar un bandoneón?, ja” .
Estuvo un largo rato sin tocar en la calle: “Lo que más me complica es la seguridad del bandoneón. Por eso había dejado de tocar. No es algo que le haga re bien estar expuesto al instrumento. Uno le pone plata para mantenerlo, tenerlo lubricado. Hay que exigirle mucho para que suene en un subte. No es el instrumento más conveniente para hacer música en la calle”. Pero este verano tuvo que regresar. ¿El motivo? “Volví por una necesidad económica, este año se vino muy salado”, reconoce.
Rota por todos lados. Así que digamos que fue una casualidad haberlo cruzado sentado en esta estación de Caballito. “Acá aprovecho y estudio todo. La gente que escuche y aplauda cuando quiera. Ni me presento. No me gusta interrumpir si veo que alguien quiere vender. Aparte es accesible, el que puede colabora”, señala antes de que la charla se dirija a cuestiones un poco más técnicas.
Porque nuestro bandoneonista, como era de esperarse, compone. Aunque de inmediato se sincera y confiesa: “No soy bueno componiendo música y letra. Cuando escribo algo lírico, me cuesta mucho ponerle música y viceversa”. Para ello, claro, se sirve tanto de sus influencias de poesía, como de los otros instrumentos que domina: El piano, la guitarra, y la armónica. Y es que le tira lo popular.
“No es fácil tampoco cuando uno tiene mucha estructura soltarse a ser popular” Y para ejemplificarlo refiere a uno de los artistas más grandes que dio este país: “Charly en su momento tocaba de una forma y de repente escuchó los Beatles y entendió que tenía que abrir su vida en dos. No es fácil. Hay que sentarse y tocar. Hay que estudiar y meterle. Hay momentos para esta la calle, las peñas, los fogones y hay momentos para estar en casa estudiando. Momentos que están para la noche y momentos que están para la mañana” asegura con la legitimidad de quien tocó tanto como caminó.
Si bien hoy el foco está puesto en darle más continuidad a “Cimarrón”, el dúo de bandoneón y voz que conforma junto a su novia Ana Gonzalez que ya se presentó una vez en la Biblioteca Nacional, la sensación es que Javier podrá hacer lo que quiere: Así como aprovechó el legado de su máximo ídolo como ni él se imaginó cuando contemplaba y admiraba sus melodías, logrará iluminar el camino de quienes lo escuchen tocar, así como se le enciende todo el centro de la cara cada vez que nombra a su abuelo.
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