En internet circula un número que puede parecer exagerado para quien no lo presenció, pero que a muchos nos hace ruido debido a la experiencia de haber estado allí. Unas 150 mil personas (seguramente más que eso) se adueñaron de Tandil y dijeron presente en un show impresionante, con un sonido impecable y la triste confirmación de la enfermedad del Indio. “Mr Parkinson me está pisando los talones, pero acá estoy. Es la vida”, salió a decir unos 10 minutos antes de empezar a tocar, entre el grito desgarrador de los cientos de miles de fanáticos y el llanto de más de uno.
No es para menos y basta con detenerse en los detalles de la caravana ricotera que comenzó el martes y a la que todavía le quedan rastros. Desde el comienzo de la semana la procesión empezó a copar los campings y alojamientos tandilenses con carpas, motorhomes, casas rodantes o simplemente autos y camionetas que hacían las veces de vehículos y dormitorios. Cada día que pasaba la ciudad parecía achicarse.
Para el sábado a la madrugada, el paisaje remitía a escenas de películas apocalípticas que sólo creíamos posible en alguna pantalla de cine o dentro de la trama de alguna serie de zombies. Sobre la rambla en el acceso a Tandil, las carpas se agolpaban una tras otra. Los fogones aparecían de la nada, sobre el pasto, el asfalto, un puente, arriba de la vereda. El humo conformaba una nube gris sobre nuestras cabezas y la noche estrellada pasaba desapercibida ante el espectáculo que ya se había empezado a montar en esta porción de mundo.
“Borraremos los rastros, las noches con más penas de bar,
sin recordar que hubo un tiempo en que toda impaciencia era gracia para poder reír..
y festejar, mi amor”
Por la mañana el color y calor del día empezaron a teñir de fiesta lo que ya se venía gestando. El olor a asado se sentía desde cualquier punto de la ciudad. La música que salía de los stereos de los autos iba mutando a medida que se avanzaba en el recorrido y lograba alimentar la ansiedad generalizada que algunos buscaban calmar con temas de Sumo o La Renga. Pero la manija podía más y no hacía falta caminar mucho para encontrar un pogo al que sumarse.
Desde el camping se veía la ruta y los autos, que no paraban de llegar a cada minuto que pasaba, circulaban a paso de hombre. Los colectivos, desde los más paquetos hasta los más escolares, intentaban sin éxito avanzar en dirección al hipódromo. Algunos se daban por vencidos y estacionaban al primer hueco, momento en que los pasajeros descendían e improvisaban un fuego cuyo único objetivo era alimentar la ansiedad que crecía con cada chispazo.
“Estás buscando un pequeño
infierno para vos,
donde soportar el fuego
de mi ataque de hoy”
Cerca de las 5, y con un trecho de más de 4 kilómetros por delante, la banda emprendió la caminata que, pocas cuadras después, derivó en procesión y comenzó a alimentar la pregunta acerca de lo que se venía. Familias enteras tomadas de la mano caminaban por el medio de la ruta, completamente colapsada. De todos los autos salía música y la sensaciones corporales se manifestaban y se hacía incontenibles.
Un escenario al costado de la ruta alojaba a los músicos locales que tocaban temas de los Redondos. Debajo, el descontrol sin límites, sólo contenido por los muchos fanáticos que detenían su marcha para descomprimir los nervios de tantas horas de viaje. La caminata se hacía larga y mientras más nos acercábamos, más difícil se ponía.
“Son por acaso ustedes, hoy un público respetable?”
“Nunca hubo tanta gente”, comentaban los más experimentados en materia de misa ricotera. Es que los accesos a las calles que conducían al hipódromo estaban saturados y parecía imposible que pasara un alfiler. Las familias gritaban y algunos intentaban conformar un escudo humano para proteger a los más chicos. Pero la marea humana llegaba hasta donde daba la vista y la única manera de no morir aplastado era seguir avanzando.
“Vamos, y no se empujen, ni pisoteen,
que este temblor ya va a parar…
¡No tengan miedo!
Todos, pronto a los botes, y no se asusten,
¡Que la marea ayudará!
¡Les pido que recen!”
El dolor de la caminata y el cansancio por la fuerza del empuje quedaron a un lado una vez ingresados al hipódromo. Las pantallas ubicadas en el predio indicaban las salidas y desde los ingresos no paraba de entrar gente. El escenario, ubicado quien sabe a qué distancia, sólo podía verse a través de las pantallas.
Poco queda por decir de lo que fue el show. Sólo mencionar la calidad del sonido, superior a la esperada y gratamente recibida por todos los que con tanto amor y expectativas pagamos los $600 de la entrada. Inexplicable, sublime, superior, digno de una estrella de rock mundial y de un artista que sabe de inmensidades. El Indio emocionó hasta las lágrimas tanto cuando salió al escenario para confirmar su enfermedad como cuando entonó los clásicos de los Redondos. Barba Azul, tristemente interrumpida por los que arrojaban zapatillas al escenario, quedó por la mitad. El saxo se apagó y quedó en el aire la sensación de querer volar con semejante canción, quizás la deuda de los inadaptados de siempre con quienes empezábamos a transportarnos.
La salida dio miedo. Los cientos de miles de personas convocadas hacían cada uno un gran esfuerzo por no morir en el embudo formado en la única calle habilitada para desagotar el hipódromo. El pánico generalizado tiñó de gris una noche emblemática y obligó a más de uno a replantearse la posibilidad de asistir a una nueva misa, si es que la hay. Las casi 40 cuadras de recorrido también. El dolor por el forcejeo, sumado al cansancio y al frío no daban tregua en un paisaje de caos.
Una ambulancia pedía por los altoparlantes que le den paso para asistir a una persona que en su interior sufría vaya a saber uno qué tipo de crisis. Las bocinas de los colectivos se mezclaban con las de los autos y los gritos de quienes todavía agitaban. Los que caían, lo hacían en cualquier lado, de cualquier forma y sin ningún pudor. Se hacían un bollo, cubrían la mochila y se disponían a dormir, como quien goza de una suite en un hotel de lujo. La procesión se descomprimía, los colectivos y autos se iban, la ciudad se vaciaba poco a poco.
Cuando el sol asomó, lo que la oscuridad ocultaba quedó al descubierto y el paisaje de lo que fue quedó en el pasado. A cambio, la desolación, la mugre, el después de algo que parecía imposible. Algunas carpas en pie, algo de fuego dispersado, rastros de carbón y cenizas que se arremolinaban con la tierra, autos que salían de las estaciones de servicio. Otra vez la ciudad se despedía de los fanáticos y volvía a estar en paz.
El paso del Indio Solari por Tandil dejó lo que deja un huracán cuando se hace presente; la impronta de lo inmenso e imparable, que es a su vez inexplicable. Porque no hay otra manera de explicarlo. Todas las palabras son insuficientes porque la misa ricotera se vive. Al Indio el mundo le queda chico y quedó demostrado, una vez más.
“Mucha tropa riendo en las calles
con sus muecas rotas cromadas
y por las carreteras valladas
escuchás caer tus lágrimas”
Por Ana Laura Dagorret
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