Con un marco discursivo conservador, apoyado en las nociones de orden y tradicionalismo, Carlos Arroyo gobierna tomando decisiones que pueden resultar complicadas de comprender. Esta es, sin dudas, una de ellas. La prohibición de fiestas electrónicas en el partido de General Pueyrredón a partir del 11 de enero se sentirá fuerte en la temporada marplatense, que ya de por sí es de las peores de los últimos años. Más allá de que es de legalidad cuestionable (por una cuestión de libertad de expresión), la medida tiene a priori dos problemas: uno lógico y uno operativo.
El primero se ha planteado largamente en todas las discusiones de esta índole, comenzando por Cromañón y la idea de prohibir recitales de rock para que no haya más bengalas ni lugares para tocar que sean trampas mortales. Por supuesto, la opción sensata era controlar esas dos cosas para que los recitales de rock se siguieran desarrollando con normalidad en condiciones razonables.
En el caso de las fiestas electrónicas, el argumento para la prohibición es el consumo de drogas. Dado que el Estado desea que la gente no consuma drogas, ¿eso quiere decir que su uso disminuirá si esos eventos no suceden? Pareciera que no. En realidad, quiere decir que el Estado se asume incapaz de controlar el consumo de drogas en las fiestas electrónicas, y que por lo tanto prefiere que no existan para no asumir esa responsabilidad, sin importar que se sigan consumiendo en otros lados.
Esa disociación entre los medios y los fines (que aquí llamamos problema lógico) tiene, a su vez, una contracara. No solo es sabido que las personas que quieren consumir esas drogas lo harán igual en otros lugares, sino que sucederá lo mismo con aquellas que quieran participar de una fiesta con música electrónica. Con una suma simple puede concluirse que las fiestas electrónicas en lugares no autorizados y con aún menos control de la venta de drogas no tardarán en proliferar. Al Estado, claro, le es más fácil clausurar una fiesta en una casa absolutamente anárquica que autorizar otra en un lugar habilitado con todas las medidas de seguridad en regla y controlar lo que sucede adentro. El problema es que la proliferación de fiestas clandestinas pone en riesgo aún más la seguridad de los asistentes, empeorando la situación y desnudando las contradicciones del argumento.
El segundo problema es operativo, y se resolvería respondiendo a una pregunta muy simple: ¿cómo se define una “fiesta electrónica”? Así las menciona el (pésimamente redactado) decreto. Si no se sabe eso, entonces no es posible aplicar la medida, porque no se sabe qué evento habilitar y cuál no. Parece fácil, pero no lo es, porque dispara un montón de nuevos interrogantes: ¿Se requiere una capacidad determinada? ¿Tiene necesariamente que haber un DJ o puede ser música grabada? ¿No la puede tocar una banda? ¿Cómo se clasifica, por ejemplo, un recital de Daft Punk? Así se puede seguir hasta el infinito. Es bastante complejo implementar algo tan vago.
La medida, entonces, es contraproducente para los propios objetivos del Estado: la seguridad de los ciudadanos, por la que éste debería velar, se pondría aún más en riesgo, mientras que el consumo de drogas probablemente no sufriría cambios. Además, es de imposible implementación, puesto que la definición de “fiesta electrónica” es tan esquiva como la de – por ejemplo – “recital de rock”.
Es casi como si el Estado observara que no es posible controlar las condiciones bromatológicas de las pizzas y decidiera prohibir las pizzerías. Si lo hiciera, estaría ignorando que la gente puede comer (y vender) esa comida en su casa con un control bromatológico nulo y que, además, existen restaurantes que no son exactamente “pizzerías” pero igual la comercializan. Éstos no serían clausurados, porque no entran en esa categoría. Todo suena ridículo, ¿no?
Independientemente del gusto o no por la música electrónica, es necesario que tengamos más claro que nunca que la música no mata (y no se droga).
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