“Mi vinculo con River no es por un año de contrato, o dos, o ocho, como sucedió. Mi vínculo con River es para toda la vida, nos volveremos a ver, en algún momento”. Marcelo Gallardo cerró así un discurso emocionado ante un Monumental conmovido como pocas veces. Lejos de la algarabía, el clima era de tristeza absoluta. Se fue el Muñeco. Le queda, claro, un partido más ante Racing, pero es un partido que sólo quieren jugar los de Racing, ni el DT, ni los jugadores, ni los hinchas de River quieren saber más nada. El año se terminó ayer.
Todo lo que sucedió en el Monumental este domingo 16 de octubre fue de una belleza que sólo se merecen y sólo son capaces de provocar los elegidos. Lo único que no estuvo a la altura del acontecimiento, muchísimo más emotivo que cualquier despedida que se haya realizado antes, fue lo que ocurrió en la cancha, durante los ’90. Y ahí, quizás, reside el porque de lo que vino después. Gallardo ya no tiene respuestas. No la encuentra en sus volantazos, no la encuentra en sus futbolistas, extenuados por un calendario que se pareció a una picadora de carne y no las encuentra en su cabeza, que sufrió los embates y los desgastes de estos 8 años y medio. ¿Cuántas cosas conserva el lector de esta columna desde el 2014 para acá? Quizás sea buen ejercicio para dimensionar que, aunque todo el Mundo River quisiera que esa eternidad que declama en canciones sea real, todo concluye al fin, nada puede escapar.
¿Qué viene ahora? Después que pase la emoción, será tiempo de hacerse esa pregunta. Ayer, River empezó a vivir el post Gallardismo, dentro del Gallardismo. Si nos ponemos finos, empezó antes, cuando ya el equipo no se podía reflejar en el espejo que el Muñeco construyó. No tanto por cuestiones futbolísticas, sino por cuestiones de fondo. La presión asfixiante ya no estaba, la idea de juego parecía otra y lo más notorio y quizás lo más influyente a la hora de explicar la salida de Gallardo en el único año que no logró títulos: el carácter ya no era el de antes. Gallardo no se podía ver reflejado en este equipo, suficiente motivo para decir adiós o, al menos, hasta luego.
La emoción de Enzo Francescoli, uno de los grandes ídolos de River, que lloró como un nene al ser nombrado por Gallardo, marca un poco la dimensión de lo que pasó. Enzo, que apenas dejó escapar algunas lágrimas en su propio partido despedida, las desparramó todas en la noche de ayer. Claro, no se iba un DT exitoso, se iba un amigo. La gran familia que River construyó estos 8 años, tenía que poner un impasse. Y eso duele. ¡Y cómo no vas a llorar, Enzo! Sí ahí, a metros tuyo, enfundado en una camiseta de River, con el saco con el escudo al lado del corazón, está el DT más ganador de la historia, el que vos trajiste y con el que, además, te une un profundo vínculo humano. ¡Cómo no vas a llorar!
Fue un capítulo de desamor, como esas historias que se terminan pese a que el amor sobra. Esas historias que llegan a un punto de quiebre, motivadas por otras razones que no son el cariño: el desgaste, la rutina, las ganas. A River y a Gallardo les pasó esto. Ya no daba para más. Pese a la canción que brotó de las 4 tribunas del Monumental, pese al amor de Enzo Pérez, que entró y se fue llorando, pese a la angustia de Juanfer, que debió ser la voz de hinchas y socios, pese a todo lo bello de la noche de ayer, ya no daba para más. No se terminó el amor, eso jamás se va a terminar. Porque lo de este club y este hombre es para toda la vida. Pero al menos en esta etapa, ya no daba para más.
River y Gallardo llegaron al punto en que seguir era forzar y forzar era dañar. Por una cosa es que “una derrota sea el mejor antídoto ante una gran victoria”; como declamó el Muñeco luego de perder contra Lanús en semis de 2017 y cómo volvió a recordar luego de aquella Copa Libertadores que se esfumó en Lima. Y otra, muy distinta, es no reconocerse en el equipo que juega todos los domingos. No dar la tecla, o no saber cómo ni qué hacer. Ese es el punto de decir, bueno, hasta acá llegue. Como ese matrimonio que se destruye erosionado por cualquier otros factores que no sean el desamor. No es que Gallardo y River ya no se quieren, ya no se necesitan, ya no se desean. Es, justamente lo contrario, porque se quieren, se necesitan y se desean es que hay que ponerle un punto, al menos, suspensivo.
Dicen que el amor de verdad, es aquel capaz de dejar ir aunque aún se ame. River debe soltar al Muñeco y el Muñeco debe soltar River. Debe soltar las ovaciones, debe soltar el River Camp hasta altas horas de la noche, debe soltar la obsesión por ganar y llevarla a otro lado. Gallardo debe seguir siendo el gran DT que es en otro lado, para que siempre pueda ser una opción posible para River. Y él lo sabe.
Y También sabe que volverá, porque así lo quiere, porque así lo desea y porque así lo entiende. Esto es una pausa, no es una despedida. Una pausa además necesaria, para refrescar, para barajar y dar de nuevo, para sufrir incluso, es necesario. Es lo que debía ser. Es lo mejor para los dos. El amor no se cuestiona, el amor se siente y lo ocurrido ayer en el Estadio Monumental fue la muestra de amor genuino más grande que la hinchada de River ofrendó alguna vez. Y no es sólo por los títulos, no es sólo por Madrid, es por el camino recorrido.
Un camino dónde River y Gallardo se retroalimentaron. Se mejoraron, se quisieron, discutieron, se pelearon, se emborracharon de copas y noches eternas y se amaron de nuevo. Pero, fundamentalmente, se complementaron. Lo que sigue será duro, para ambos. No hay que engañarse. Pero seguir, podría haber sido aún peor. Se podría haber forzado tanto todo que podría haber terminado mal. “Hay que saber cuando irse”, reza una máxima del fútbol cuando las cosas no vienen saliendo. Ojalá, también, Gallardo y River sepan “cuando volver”, porque amores como el nuestro, no deben morir jamás. Gracias, Marcelo. River te espera siempre. Por que en definitiva, eso es el amor.
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