Corre agosto de 2001. Mis nueve años no me permiten percatarme que un par de días después de mi décimo cumpleaños el país va a estallar por los aires. Mis preocupaciones son más humildes: todavía falta para cenar y me estoy aburriendo. Prendo la tele. Hago zapping. Por reflejo siempre voy para ESPN y ahí hay básquet. No me detengo. Voy y vengo desde los canales deportivos hasta los de dibujitos. No hay nada que me guste. Vuelvo al básquet. En definitiva, es la Selección Argentina y estoy en mi etapa Diego Maradona: soy hincha de cualquier cosa que tenga la celeste y blanca.
El relator dice que están jugando en Neuquén y que es un premundial. Me sorprende un flaquito zurdo que lleva la 6. “Ginobili”, dice en la espalda. No lo conozco ni a él ni a los otros nueve que están jugando. De básquet en casa, solo un poquito de Jordan por mi tío y algo de Milanesio y Campana por una revista de Olé que vaya a saber uno me cayó en las manos. No, en casa era todo fútbol. River, escuchar los partidos de Banfield en la B con cierta simpatía (porque ser doble camiseta, en casa, está mal) y mirar los sábados a Aimar en Valencia. El tal Ginóbili vuela. Te juro que vuela.
Encara al aro como si fuera un portento y termina despatarrado. Pero no le importa. Vuelve a ir y en la jugada siguiente la vuelca. El estadio se levanta; la verdad que es bastante espectacular. No entiendo bien porqué y cuando son las faltas, qué significa ese reloj rojo que arranca en 24 y mucho menos porqué Argentina tiene tan buen equipo y nunca me enteré. Pero ese Ginóbili me gusta. Me enganché.
No me acuerdo si ese era el primer o el segundo partido, pero me vi todo el torneo. Argentina arrasó: ganó los diez partidos del campeonato. Ya para la final con Brasil (otra paliza) entendía las cuestiones básicas del juego. Festejé como un gol la volcada de Ginóbili sobre Nené. Bailar a Brasil siempre es un buen aliciente para enamorar a un nene. Ya está, no había vuelta atrás: ni con el básquet, ni con Emanuel David Ginóbili.
Agosto de 2018.
Terminé de trabajar hace un rato y me predispongo a leer un poco, cuando me llegan tres o cuatro mensajes con la misma palabra: Manu. Corro a Twitter. Sí, se retiró. Sí, me lo esperaba. No, no pensaba que esta vez iba a seguir. 41 años y el equipo semi desarmado, ¿para qué va a encarar otra temporada de 82 partidos sin chance alguna de pelear por un campeonato? Pero como cuando hiciste cualquier cosa en un examen y vas a buscar la nota, una luz de esperanza estaba intacta. No importaba que hacia varios días Adrian Wojnarowski, el gurú informativo del básquet yanqui, había anunciado que “Ginóbili estaba seriamente considerando el retiro”.
Por ahí andaba esa ilusión sin sustento de verlo otra vez con la 20 en la espalda e inventando el básquet en cada uno de sus movimientos. Ya está, se fue. Quedará el pecho hinchado de orgullo por cada leyenda del básquet que salude su carrera y lo recuerde como uno de los grandes de la historia de este maravilloso deporte que él me enseñó a amar.
Quedarán los videos, los millones de highlights que marcan la carrera de uno de los jugadores más vistosos y unánimes en el gusto de la gente que se haya visto. Quedará emocionarse el día que los Spurs le retiren su camiseta y cuando se cumplan los cinco años reglamentarios para que entre al Salón de la Fama de Springfield y su carrera quede ahí, inmortalizada entre los más grandes que jugaron a esto.
Me quedará recordar como sufrí con él su esguince de tobillo en la semifinal con Alemania de Indianápolis 2002, tanto como el robo del griego Pitsilkas contra Yugoslavia. Como festejé los dos robos a Kobe Bryant en su debut en la NBA. Como me fui a un bar para ver la final con los Nets y su primer anillo. Como grité la palomita contra Serbia y Montenegro. Como me sentí mas grande que el pívot más corpulento cuando les ganamos a los NBA en Atenas. Como sentí la medalla dorada en el pecho, aún cuando se la colgaron 12 tipos del otro lado del océano, un día más tarde. La bronca porque no le dieron el MVP en las finales de 2005, aunque a él nunca le importaron ese tipo de cosas. El título de 2007. Los panamericanos de 2011. La daga de Ray Allen en 2013. La redención con baile ante LeBron y la volcada a Bosh en 2014. Llorar como un nene en el Arena Carioca de Río por verlo jugar ahí, en vivo, con la celeste y blanca en un juego olímpico.
Manu Ginóbili cruzó mi vida.
Lo empecé a disfrutar en cuarto grado y lo despido ahora, casi un año después de haber terminado la facultad. Si hoy consumo, escribo y hablo todo el día sobre básquet es porque un flaquito, zurdo y con la 6 en la espalda se me cruzó en el zapping hace 17 años. Por siempre gracias, Manu.
Especial, por Nahuel Villar, para Rock ‘N Ball
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