Todo estaba oscuro: la noche y el futuro del club. Las cuentas no daban. La luz y el gas andaban por las nubes. El comedor ya no daba abasto. Donación mediante pudieron costear unos meses más, pero ya estaba.
El fin se acercaba y él lo sabía.
Ese tipo grandote, había sido elegido a dedo entre los socios y los viejos dirigentes, hacía cuatro largos años, como el presidente. Es un histórico del Deportivo Libertad. Los hinchas lo aman.
Meses antes seguía jugando con la 2 en la espalda, y la cinta en el brazo, pero algo lo hizo cambiar de lugar. Fue en un clásico. Se definía el honor del pueblo, ganaba el rojinegro 1 a 0. El último minuto fue fatídico; pelotazo largo del 4, de San Fernando Oeste, al grandote de área que picó habilitado. A puro tranco largo pisó el rectángulo del loco, del número uno. Enganchó como no lo había hecho en todo el torneo y lo dejó desparramado en el piso. La empujó a la red pintada de rojo y negro, pero llegó él, que no había dejado de correr nunca hasta llegar a ahí y despejar, sobre la línea de gol. Sí, se gritó como un gol en la tribuna local. Pero todos dejaron de festejar cuando lo vieron tirado en la tierra suelta por el pisoteo del arquero.
¿Qué le pasó? – murmuraban el policía, el maestro y el intendente del pueblo.
Algo se rompió. Así lo sintió él, y se lo dijo al médico. Salió llorando, derecho al hospital. Sabía que se había roto algo más que su rodilla. Fue el último de muchos clásicos.
Ahora piensa que todo se va al carajo. El club va para atrás día a día.
Mientras mira las estrellas que brillan en el fondo negro busca la manera de enfrentar a los socios que algún día lo eligieron, para decirles que, quizás, el club donde pasaron muchas cosas de su vida cerraba las puertas. ¿Cómo hacía para poner la cara y comunicar que el Rojo terminaba con su historia? Primero lo tenía que admitir él. No quería llorar, pero era imposible. Todo aquel que lo conoció y lo conoce, nunca se lo hubiera imaginado llorando. Semejante bestia, un tipo de más de un metro noventa, con barba candado y la cabeza brillosa sin pelos, pura masa muscular, el cuco de los números 9, era imposible que llorase. Pero lloró, y cómo. Con un pucho en la boca meditó mil veces, ya no había solución. Parecía que esos ojos verdes se vaciaban lágrima tras lágrima.
Así como estaba salió para el club. Era el momento.
El tranco rengo, característico de él, por las dos operaciones de rodilla que nunca sanaron y lo sacaron del fútbol, hicieron de las tres cuadras desde la casa a la sede, una eternidad. Llegó y se frenó, un hormigueo en la panza lo paralizó. Se prendió el último faso y no sacó ni la mano izquierda del bolsillo del jean, ni bajó el brazo derecho donde tenía el cigarrillo para tirar el sobrante de ceniza. Estaba paralizado. Miraba con paz y extravío, a la vez, las estrellas. Terminó el Parisiennes negro, lo tiró al piso y con el pie derecho lo apagó frenéticamente. No le gustaba dejar el pucho prendido.
Se decidió a entrar a ese edificio que había sido lugar de muchos festejos post clásicos y campeonatos. Subió los dos escalones y pasó la puerta pintada con los colores del club. Entró al hall. Sólo quedaban las marcas de los metegoles y el pool; el olor a humedad lo invadió. Ya nadie limpiaba, la cantina con fotos de las grandes glorias y equipos estaba desierta y las vitrinas ya no mostraban los lindos trofeos. El pasto había salido por todos lados, los pisos ya no brillaban. Levantó la mirada, miró el techo de fondo negro cubierto por estrellas, y se acordó que ya no era ni el presidente, ni el club seguía existiendo. Se volvió a su casa, pero antes, se puso la gorra inglesa, cazó el bastón y salió para allá. Esas tres cuadras otra vez.
Pensó que en la casa estarían sus nietos, ansiosos, esperándolo para que otra vez se desate con sus cuentos sobre los mejores días del club mientras lo escuchan, asombrados, tomando la leche y comiendo galletitas. Pero, cansado, se recostó en la cama. Entrecerró los ojos y decidió recordar las hazañas conseguidas con el club de su vida.
Así se durmió. Feliz.
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