La tarde del 30 de agosto de 1972, en Múnich, el servicio de inteligencia alemán alertó sobre un posible ataque terrorista. Era el quinto día de competencia y los fantasmas del temor ya merodeaban la villa olímpica. 15 mil policías, 12 mil soldados y 25 helicópteros, custodiaban la zona de forma constante. Pero nadie, absolutamente nadie, imaginó el caos que se produciría la semana siguiente, en la madrugada del 5 de septiembre.
El macabro episodio comenzó a las cuatro y media de la mañana, cuando un guardia notó la extraña presencia de un joven de sombrero blanco y traje de safari en las afueras del lugar. Esa actitud sospechosa le llamó la atención, sin embargo continuó con su patrullaje. Luego, un empleado de correos observó cómo varios sujetos saltaron las rejas del complejo. Nada fue casual aquella noche, todo estuvo planificado.
Pasadas las cinco, el entrenador de lucha israelí Moshé Weinberg escuchó un fuerte ruido en la puerta del primer apartamento, y los corazones presentes se paralizaron en silencio. De pronto, el pánico inundó la sala. Alguien desconocido por la delegación procuró entrar. Weinberg, del otro lado, tapó el ingreso con su cuerpo y rasgó el aire con gritos de alerta. Fue en aquel forcejeo donde recibió un disparo que le atravesó la mandíbula. Lo mismo le pasó al luchador Joseph Romano, quien también fue acribillado en la balacera. Asustados, nueve deportistas escaparon y otros ocho se ocultaron. Así se originó el lamentable desenlace.
Una vez adentro los guerrilleros palestinos, provenientes de los campos de refugiados del Líbano, Siria y Jordania, tomaron como rehenes a nueve atletas: David Berger, Ze’ev Friedman, Joseph Gutfreund, Eliezer Halfin, André Spitzer, Amitzur Shapira, Kehat Shorr, Mark Slavin y Yakov Springer. La policía los acorraló, y al cabo de unas horas la negociación empeoró.
Poco después de las nueve el jefe de los terroristas dejó el edificio para examinar la ruta de salida. “Si no vuelvo en 3 minutos, mátenlos“, ordenó a sus muchachos. Pero regresó y ambos grupos abordaron un colectivo rumbo al escape. Las armas de los fedayines apuntaron directo a la cabeza de las víctimas. Hubo angustia y desesperación. Todos, incluso ellos, notaron lo que estaba por suceder.
Huyeron en tres helicópteros. Diez minutos después las naves aterrizaron en el aeropuerto. Sólo los alumbró la torre y los edificios vecinos. De los 25 tiradores, cinco llegaron al campo y se ubicaron tras el avión de Lufthansa. A las 23:03 dos terroristas bajaron, caminaron hacia el avión y volvieron. Enseguida otros dos descendieron junto a los rehenes horrorizados, transfigurados por el espanto. En ese instante, la pista se alumbró con bengalas y fogonazos. Empezaron los disparos. Veinte, treinta, cientos de tiros contra los palestinos, que lograron matar dos atletas antes de caer impactados por las balas. Y otra vez, silencio.
Cerca de la medianoche les pidieron la rendición. Un miembro de Septiembre Negro lanzó una granada sobre el helicóptero que hizo volar por el cielo al piloto y a cuatro israelitas. El calvario se desató una vez más, y en medio del humo, surgió en toda su magnitud la tragedia. Sólo tres de los secuestradores sobrevivieron. A la 1:30 AM la feroz batalla llegó a su final.
Un final doloroso, que por cuestiones políticas dejó una mancha en el deporte y la sociedad. A pesar de lo ocurrido, los juegos siguieron con total normalidad, después de ser suspendidos por tan sólo veinticuatro horas. Hasta el día de hoy la sangre derramada en un evento de tal magnitud sigue y seguirá presente; en la memoria. Por ahora y para siempre.
Por Francisco Nutti @FranNutti
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