Faltaban horas para que Argentina y Alemania salieran a la cancha a disputar la final del mundo. En la concentración albiceleste, el 28 de junio de 1986, se paseaba la alegría y merodeaba la ansiedad. “Queremos presentarles a otro de los integrantes de la Selección, a quien molestamos gracias a su amabilidad de siempre”, anunciaba el Vasco Julio Olarticoechea, con un sombrero blanco en su cabeza, sinónimo de comedia, y un micrófono en una de sus manos, que captaba las preguntas que leía y desplegaba, anotadas, desde un rollo de papel higiénico que sostenía con la otra. Todo, en un mismo guiño chistoso a una cámara que registraba el momento. “Ahora, salude a la audiencia y diga su nombre, edad y lugar en el que nació”. Las risas de fondo, aún hoy, hacen bulla en el archivo.
-Bueno. Me llamo José Luis Cuciufo. Nací en Córdoba y tengo veinticinco años.
-¿Córdoba, Córdoba?
-Córdoba Capital -reafirmó Cuchu, como lo llamaban muchos.
-Quiero que le diga sus gustos a la gente que, de pronto, no conoce su intimidad ni sus hobbies.
-Creo que lo que más me gusta es cazar, pescar y escuchar música. Es lo más lindo.
Aquellas palabras, con el tiempo, se harían silencio y angustia en el recuerdo del equipo de la Selección argentina campeona del mundo. La paradoja, que de un modo u otro siempre había caminado al lado de José Luis Cuciuffo, el 11 de diciembre de 2004 tomó forma de tragedia: en la localidad de San Blas, partido bonaerense de Bahía Blanca, eran más o menos las 19.30 cuando el exjugador de Boca y Nimes de Francia, en una de sus excursiones de caza y al volante de una camioneta Chevrolet Blazer, pisó un pozo y, en la maniobra, perdió la estabilidad del vehículo. Según reconstruyó la Policía, a instancias de la declaración de su acompañante, ese movimiento hizo que se disparara accidentalmente una carabina calibre 22 que, ubicada entre sus propias piernas, apuntaba al techo. La bala ingresó por el abdomen, le causó daños irreparables y fue fatal. “No lo podía creer. Lagrimeé porque no podía entender cómo fue el accidente, la forma en la que sucedió. No se podía creer”, recuerda Olarticoechea, compañero y reportero circunstancial en aquella noche previa a la Copa y la gloria.
José Luis Cuciuffo, en sus 43 años de vida, había jugado un mano a mano permanente con el contrasentido. Debutó en Primera con la camiseta del Club Atlético Chaco For Ever, luego de que Talleres de Córdoba lo cediera a préstamo ni bien alcanzado el profesionalismo, para repatriarlo después de su buen rendimiento en el Torneo Nacional de 1980. Al año siguiente, llegaría una curiosa ola de popularidad extrafutbolística: la Revista Humor, símbolo de resistencia cultural en los oscuros días de la última dictadura cívico militar, había tomado la fonética de su apellido -”Cuchufo”- para generar diversos chistes y, así, convertirlo en una especie de jugador insignia del medio. Y según recuerda Olarticoechea, si hubo algo que nunca le faltó a Cuchu fue, justamente, humor: “Aunque no era muy expresivo, era un tipo de mucho humor. Tenía ese humor cordobés que te hacía reír, con chispazos muy divertidos. Era un tipo tranquilo, nada agresivo, pero en la cancha se transformaba”. Y agrega: “Cuando vamos a hacer charlas al interior, él siempre está presente con nosotros. Primero, como persona, y después, como jugador. No se lo puede olvidar”.
Con la camiseta de Vélez, entre 1982 y 1987, alcanzó su mejor nivel. En sus tiempos de protagonismo en Revista Humor, había llegado a ser pedido para la Selección argentina de César Luis Menotti, en vísperas del Mundial de España 1982. Pero su oportunidad, finalmente, llegó con la convocatoria de Carlos Salvador Bilardo, para México 1986.
Cuciuffo, marcador central por naturaleza, se encontraría, una vez más, en la vereda de enfrente a la de la lógica y lo previsible. Había sido llevado como alternativa para la defensa, pero ante la lesión de Néstor Clausen, no sólo se topó con la repentina titularidad en un puesto que no le era habitual -stopper o lateral por derecha-, sino que, además, se convirtió en una pieza clave en el equipo. “Él, en el segundo gol de Diego contra Bélgica, anticipa una jugada, pasa al ataque, rompe líneas por el medio, toca con Diego y va a buscar. Siempre como stopper, pero al ataque”, recrea el Vasco Olarticoechea. Y esa jugada lleva a una más: “La otra es la de la final, y esto siempre lo pongo como ejemplo. Había muchas veces en las que, menos el Tata Brown, Ruggeri y el Checho, atacábamos todos. Y él, como stopper, terminó con esa jugada por derecha, como wing, en la que le hicieron la falta y viino el gol del Tata. Participó en dos goles, siendo stopper”.
Aquella noche del 28 de junio de 1986, en la que la final del mundo ya se había empezado a jugar en esas almohadas que no permitían conciliar el sueño, el Vasco Olarticoechea, como cronista ocasional y en su exclusiva con Cuciuffo, no se guardaba ninguna pregunta.
– Cuando llegue a la Argentina, ¿qué es lo primero que va a hacer? -preguntó el Vasco.
– Estar con mi señora y tomarme unos días, que realmente nos hacen falta a los dos.
– ¿Extrañó mucho? ¿A quiénes?
– A mi familia. A mis padres. Y especialmente a mi hijo.
– ¿Está cagado para mañana?
– El nerviosismo es normal, reina en todo el plantel. Pero tenemos mucha fe, porque creemos mucho en nosotros.
El Vasco, metido en la añoranza, reconstruye aquel juego periodístico: “Ese reportaje que les hice a los muchachos fue uno de los mejores recuerdos que nos quedó a todos. Empezó como una joda y terminó siendo algo muy serio y muy lindo. Ahí les preguntaba a todos sobre qué les gustaba hacer, además del fútbol”. Y completa: “Y él, paradójicamente, acentuaba sobre la caza y la pesca”.
José Luis Cuciuffo, cuando se convirtió en profesional, tuvo que debutar con otra camiseta. Cuando una revista lo hizo popular y lo postuló para la Selección, no fue citado; y cuando alcanzó su posibilidad mundialista, no iba a ser titular, pero finalmente lo fue y levantó la Copa. A Cuchu se lo llevó una cruel y absurda paradoja, pero él trazó y vivió una propia. La suya. La del campeón.
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