Por encima del Libertadores de América se veía un grupo de globos negros atados a una bandera que decía simplemente “B”. Los hinchas de Racing, eterno rival del Rojo, festejaban así algo similar a un campeonato que, para varios de ellos, es algo desconocido. En internet la algarabía era más notable todavía. Varios hinchas de River, paradójicamente, se reían de un club que sufrió la misma enfermedad que el suyo hace nada más ni nada menos que dos años. Yo lo cargo porque él me cargó. No faltaba, por supuesto, la soberbia y la altanería del típico hincha de Boca que piensa que su club es invencible y superior a todos los demás a lo largo y ancho de todo el universo.
Mientras tanto, en Avellaneda las cosas se daban en relativa paz. El recuerdo del Monumental de Núñez siendo destrozado por sus propios hinchas quedó en la retina de alguna gente como un recuerdo gracioso, lamentable para otros, hecho que por supuesto quedó impune. Pero acá, este sábado, no pasó nada (o casi nada, creo). Punto para la cordura, triunfo inexecrable de la sociedad argentina que se levanta sobre sus cenizas y da muestras de humanidad. ¿Nadie se dio cuenta de lo que estamos festejando? ¡Festejamos que un grupo de gente no destrozó todo y no se destrozó a sí mismo por el descenso de un equipo de fútbol! Suena estúpido, muy estúpido. Pero sucedió. Pasó en el Monumental en 2011 y el fin de semana pasado, cuando algunos imberbes de Independiente imitaron a un grupo de orangutanes en una jaula golpeándose el pecho y defendiendo anda a saber qué cosa.
También el fin de semana pasado, en La Plata, un hincha de Lanús recibió un disparo por la espalda. Otro asesinato más a manos de la policía, y van… los casos son infinitos, lamentablemente no sólo en el deporte. Pero el fútbol, lamentablemente y en nuestro país, suma razones para matarse por nada. La web Salvemos al fútbol presenta un listado que llega casi a las 300 víctimas en el fútbol. Algunas por violencia, otras por falta de atención y las más por ingenuidades. Ingenuidades que, obviamente, nadie paga. Ingenuidades a las que las propias víctimas contribuyen, embobadas por completo atrás de una maquinaria que ya nadie puede controlar. Porque la enfermedad futbolera no alcanza sólo a las personas. La gente no es ingenua. No nos tragamos simplemente el mensajito mediático-estatal, como decían hace décadas. Pero todo eso influye.
Cientos de especialistas caminan la pasarela televisiva hablando de tácticas, de la pasión, del minuto a minuto, del corazón que late rápido y la mar en coche. ESPN repite los goles de la liga B de Turquía todo el tiempo y los miramos contentos. Las publicidades que ven al fútbol argentino como una gloria cultural, como lo más hermoso del mundo. El gobierno de turno invierte miles de millones de pesos en asegurarse la transmisión de las dos principales categorías del fútbol, llenándose la boca de promesas que –ja, qué raro- no se cumplieron. No mejoraron las transmisiones, continúan en la pantalla momias periodísticas nacidas en la Edad Antigua y, lo peor y más importante, el negocio del aguante sigue dándole de comer a un puñado de personas que sólo lo hace por dinero y por poder. Más poder, siempre. Solamente que ahora es otro puñado el que da el mensajito que le conviene.
La cara triste de un nene hincha de Independiente que lloraba al lado del padre fue la gota que rebalsó el vaso. Al menos para mí, un asiduo sostén de la cultura del aguante, hoy arrepentido. Alguien que, igualmente, sigue gastando las horas que no duerme en reírse de que Boca está casi último, de que Vélez no tiene gente y de que el vecino se mató a piñas con otro del edificio. Volvamos al nene. Por supuesto, si no fue ternura, la reacción masiva –al menos en las redes sociales- fue de piedad. Algunas, las más tontas, de risa. Lo que pocos parecen ver es que ahí se esconde uno de los problemas más graves de la sociedad argentina de este siglo. Un pibe de menos de diez años que llora por algo sin importancia, por algo que ni siquiera entiende o que no debería entender.
Porque la pasión tiene sus límites. El viajar miles de kilómetros por fin de semana para ver un partido de noventa minutos tiene sus límites. Como pelearse con amigos por una discusión, como agarrarse a trompadas con un tipo que pasó por la calle y te gritó “sos de la B”. Nada de todo eso es extremo, pasa también por ideologías, por gustos musicales, por infidelidades, por lo que sea. Y eso porque el hombre no sería él mismo sin lo que no es material. El hombre es su esencia, por algo gastamos tres gambas en un recital de Roger Waters. Pero paremos la mano, se nos están cagando de risa.
La sociedad argentina está engripada de fútbol. Literalmente, nos matamos entre nosotros o nos morimos cuando estamos festejando colgados de un bondi y nos termina pasando por arriba. Lo peor de todo es que los oportunistas están siempre a la orden. Algún día de la vida, a alguien se le ocurrió que el fútbol podía ser negocio. Hasta acá llegamos, muchachos, muchachas. Se nos ríen en la cara y compramos lo que venga. Nos la dan por atrás y parece que nos gusta. Le damos de comer al que le sobran banquetes y comemos arroz por toda una semana para lucir la pilcha el domingo a la tarde. No quiero ser fatalista. Lo que pasó en Avellaneda el sábado fue una muestra –paradójica- de que la violencia da miedo y hace mal. Que se hayan repartido volantes pidiendo calma es una buena señal. Lo que parece que no entendemos jamás es que la raíz de toda esa violencia extrema está en el día a día.
El origen de la gripe está en las entrañas mismas de toda la patria futbolera. El ser canchero, el reírse de la desgracia ajena, ¿a quién le hace bien? Estaría más tranquilo si el fútbol estuviera en segundo, tercer plano. Estaría tranquilo si la gente se movilizara con cualquier camiseta hasta la AFA o hasta la Casa de Gobierno y pidiera condiciones adecuadas de lo que sea. Porque faltan cosas en todos lados. Más allá de las amistades íntimas, el hincha de River y el de Boca, o el de Central y el de Ñuls, no caminan juntos ni por puta. Porque aquél es de la B y el otro es boliviano. Porque el tercero tiene parlantes y el cuarto es una moda. Ésa es la lógica del fútbol argentino. O mejor dicho, de su gente. La lógica de hacer lo que sea para cagar al otro, para dejarlo callado, si es necesario a trompada limpia.
Me acuerdo que, el día del último superclásico, la hinchada de Boca interrumpía un partido (que encima le era favorable) para cargar al rival. Algunos festejaron toda la movida, orquestada por los amos y señores de todo esto: los barrabravas. Boquita, otra vez, demostraba su supremacía. Hubo merecida suspensión y hubieron quejas (la gente tampoco colabora, vio). Acá, en Córdoba capital, un grupo de treinta hinchas de River cortó una calle de las más transitadas del centro de la ciudad y le gritaba a quienquiera que pase todo tipo de idioteces. Que amo a River, que River se la aguanta y que Boca se podía ir a la concha de su madre. Aguante River, carajo, tenemos la pija re grande, chabón.
Perdón si aburrí u ofendí a alguien. Cada cual con sus catarsis. Me tienen podrido con la cultura del aguante. Yo mismo me tengo podrido con la cultura del aguante, de hablar todo el día de qué equipo la tiene más larga y más gruesa. Los que ganan con todo esto, lógicamente, van a seguir con su negocio y van a negar hasta el cansancio que el fútbol argentino está engripado. Por lo bajo, eso es obvio. Total, los que se matan, se cagan a trompadas o se putean son los mismos boludos de siempre. Los que alimentamos, al fin y al cabo, toda esta “cultura del folklore”. Los que compramos migas por una pasión que ya superó todo límite.
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