“Marfileños y marfileñas, del norte y del sur, del centro al oeste”, empezó el discurso. El marco de una guerra generada por el odio entre los pueblos era estremecedor. Desde el 2000, gobernaba el autoproclamado presidente Laurent Gbagbo, con sede en Abiyán, ciudad más importante al sur de Costa de Marfil. En cambio, los opositores al régimen, se agruparon en el norte del país con polo en Bouaké. Las matanzas en ese tiempo eran impensadas, hermanos de distintas ciudades se odiaban, amigos debieron ser separados. La línea entre ambas facciones estaba marcada, ideológica y territorialmente.
Corría el año 2005 y todo el país era un caos. Militares y lanzacohetes se paseaban por dónde el autoritario líder estuviera. Didier Drogba, quién debió abandonar su nación para irse a vivir a Francia desde los cinco años, era un reconocido futbolista a nivel mundial e ídolo de muchos de los jóvenes. “Didi”, nacido en un Yopougon, un barrio de Abiyán, siguió de lejos todo lo ocurrido hasta ese entonces. Mientras veía cómo su nación se caía a pedazos, se paseaba por Europa haciendo lo que más le gustaba: jugar al fútbol. Su origen beté, tribu del sudoeste marfileño (igual que el presidente Gbagbo), hacían suponer un único desenlace; su apoyo total al régimen.
En medio de esta guerra civil, Los Elefantes, apodo de la selección marfileña de fútbol, se encontraban en vísperas de la clasificación al Mundial 2006 a disputarse en Alemania. Nunca habían participado de ningún campeonato de esta índole. La tensión era demasiada, en la cancha y en las calles. Una derrota de local frente a Camerún en Abiyán, como casi todos los partidos, los había dejado al borde de la eliminación. Era el momento de enfrentar a Sudán para quedar en la historia.
“Ya vieron que hoy todo Costa de Marfil puede cohabitar, puede jugar en conjunto con un mismo objetivo, clasificar al Mundial”, continuaron las palabras del número 11 de aquel equipo. Habían ganado por 3-1 y la euforia era tal que nadie en el vestuario podía contenerse. Toda Costa de Marfil estaba viendo la tele en cualquier rincón que funcionara la electricidad. Él debía actuar, así lo entendió en ese tiempo. “Alguien me dijo al oído que era el momento preciso”, le contó alguna vez a Eric Cantona, ídolo francés. Entonces, cuando la cámara lo enfocó, hizo un pedido de rodillas junto con todos sus compañeros: “Perdonen, perdonen, perdonen. El único país de África que tiene todas estas riquezas no puede zozobrar en la guerra así. Por favor, dejen todas las armas, hagan las elecciones, organícenlas y saldrá todo mejor. Queremos divertirnos, larguen sus fusiles”. El mensaje llegó a lo más profundo de los corazones de su pueblo. Quizás, su vida en el extranjero fuera de toda guerra, ayudó a su pensamiento objetivo de la situación. “Los Elefantes” clasificaban por primera vez a una Copa del Mundo.
El acto realizado ese día marcó un antes y un después en la vida de los marfileños. Los jugadores millonarios que parecía poco importarles lo que pasaba en su país, estaban hablando de ellos y de una reconciliación. Más de cuatro mil muertos e infinidad de relaciones rotas se habían dejado atrás. Era un paso más para salir adelante. Sin embargo, el hecho más importante sucedió cuando Didi recibió el premio a Mejor Jugador africano en 2006. En la ceremonia, con presencia del presidente Gbagbo, fue más allá e hizo una petición en forma de orden al entonces mandatario: “Quiero ir a presentar el Balón de Oro a Bouaké”. La expresión de todos fue de sorpresa. La visita a la ciudad que los rebeldes al gobierno habían ocupado e instalado su cuartel general era un hecho. La lucha por la paz sumaba otro elemento.
Cuando Drogba pisó tierra firme en aquella ciudad todos estaban exaltados. “La gente corría tres kilómetros para seguirme”, contó el delantero que ahora milita en la Major League Soccer (MLS). El número 11 de su selección estaba ahí, ya no era un futbolista más, era el salvador de su nación. Frente a un público ensordecedor y multitudinario redobló la apuesta y tomó el micrófono: “El 3 de junio todo el equipo va a estar acá”. La gente se volvió loca. Por primera vez iban a ver a los jugadores que veían diminutos por una pantalla de televisión. El partido que se aproximaba contra Madagascar por la Clasificación de la Copa africana de Naciones 2008 marcaría un hito en la historia.
El estadio ese día rebalsaba. Miles y miles de marfileños se juntaron dentro y fuera de la cancha para ver el partido. El miedo parecía no existir. Personas de distintas ciudades cruzaron el país para acceder a dicho evento. El líder rebelde y el presidente estaban en el mismo campo de juego. A pesar de las grandes barreras de seguridad, cantaron el himno en conjunto frente a todos los presentes. La unión del país parecía consumarse. “Verlos a los dos juntos fue algo muy especial”, expresó el delantero. Como toda historia de héroes, el público esperaba un final feliz. Y lo tuvieron. Los elefantes golearon 5-0 a su rival y hasta Drogba se anotó en el marcador. Al día siguiente, el diario local tituló: “5 goles para borrar 5 años de guerra”. Una clara historia de cómo el fútbol es mucho más que el opio de la gente, y de cómo a veces se mezclan en las historias de corrupciones y suciedades, personajes nobles de buen corazón y acciones correctas.
Actualmente el país está a cargo de Alassane Ouattara, quien no había sido aceptado para postularse en las elecciones del 2000 por su origen musulman y proveniente de Burkina Faso. Creó la Comisión de Verdad y Reconciliación, a cargo de compilar los muertos en los enfrentamientos durante todos esos años. “No podemos olvidar, tenemos que perdonar”, expresó como lema el futbolista y Embajador de Buena Voluntad del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El delantero continúa pregonando la paz en su país a pesar de la constante inestabilidad en la cual se habita. Además, sigue ayudando a los servicios de salud con su fundación que creó en 2007.
Por Nicolás Vacca.
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