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Por vos, viejo

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Nunca se habían metido con mi padre. Siempre la ligaban mi mamá, mi hermana y, según la perspicacia del insultante, hasta mi tía.  Ya eran comunes, y valga la redundancia, también familiares para mí esos tipos de agresiones verbales. Es que los tres años de sometimientos a vulgaridades en la B Metropolitana habían transformado a ese conjunto de palabras en términos del montón. De esos que ya no te hieren el orgullo. Sin embargo, aquel insolente número seis del equipo “Meta y Ponga” cometió el preponderante error no sólo de llegar  tarde a la pelota y arrastrar a su rival, sino también de involucrarse con ese ser que, a mis siete años, me mostró por vez primera  las tarjetas amarilla y roja. No me las enseñó porque había pegado una patada fuerte, y tampoco me las enseñó por haber roto un jarrón chino de mi vieja mientras jugaba a la pelota en el patio, actividad que siempre me negaban continuar haciendo ya que  algún elemento de mi casa terminaba dañado. Nada de eso. Me las enseñó para guiarme, para distinguirme del resto de los pibes del barrio que siempre querían ser los héroes del potrero que se hallaba a dos cuadras de mi casa, para que siguiera sus pasos, para que fabricara mi sueño: el de ser árbitro profesional en la Primera División. Una profesión que mi padre sólo pudo ejercer por dos fechas, a causa de una rotura de ligamentos cruzados que lo alejó del arbitraje el resto de su vida.

Recuerdo que mi papá, siempre peinado hacia atrás con gomina, como los antiguos tangueros, y con una voz arrabalera, hasta arenosa me decía: “No quiero que seas doctor, ni abogado, ni ingeniero. Me gustaría que seas árbitro”. Pues, él prefería que honrara al apellido Rojas como juez, eso sí, dentro de la corte suprema del fútbol.

Quizá si me agarraba otro día, aquel central se salvaba de mi fallo. Pasó que mi padre, ese mismo que me inculcó los valores del buen réferi, había fallecido aquel sábado. Por la mañana había ido a su funeral, y mientras descansaba hasta la eternidad en su ataúd le prometí, susurrando entre lágrimas, que  iba a dirigir el encuentro de mi debut en Primera más allá de lo sucedido. En una de esas me escuchaba y se sentía orgulloso de la postura que había ejercido, pero eso, creo, nunca lo sabré. Lo que sí presentía era que mi viejo lo hubiese querido así.

Esa misma tarde me envestí con el uniforme negro. Mientras me persignaba, rogaba que fuese un partido limpio para no tener que andar sacando tarjetas de colores en un día completamente oscuro para mis sentimientos. Y veníamos bárbaro, aunque faltando un minuto, el rudimentario defensor del equipo local golpeó a su adversario con tanta vehemencia que con cierta tristeza, le exhibí en su poblado y sudado entrecejo la cartulina amarilla. Y ahí fue cuando, una vez dado vuelta para indicar la reanudación el juego, el recientemente amonestado me insultó. Lo insultó. Giré decidido, erguí mi postura cual flamenco que acaba de tomar agua y amagué a sacar la roja. Sin embargo, preferí sacar un potente gancho de derecha que tuvo como destinataria a la mandíbula de aquel central que, desparramado en el césped, no respondía a los gritos de sus compañeros.

Yo, como buen árbitro, pedí asistencia médica. Raudamente  comencé a caminar en dirección a los vestuarios esperando cierta reacción violenta que involucrara algún golpe hacia mi persona. Fue extraño, pero ningún integrante de “Meta y Ponga”  me increpó. Quizá mi inesperada actitud haya sido la que dejó absortos a todos los presentes en aquel estadio. Continué mi desamparada caminata y encaré para el lado de la platea, escala inevitable para llegar a los vestidores. Allí me aguardaban más insultos, pero por suerte, ninguno en contra de él. Levanté mi cabeza, admiré las desaforadas caras de los plateistas que en cámara lenta  modulaban agresiones que involucraban a mi madre, hermana y hasta mi tía. Yo, como buen hijo, sonreí aliviado, señalé al cielo y susurré: “Por vos, viejo”.