Pasó, finalmente, la primera parte de 2016. Entre chascarrillos sobre el comienzo del famoso segundo semestre – en el que, según los propios funcionarios del gobierno, la economía mejoraría sensiblemente -, es bueno recordar que la administración de Mauricio Macri tomó medidas de política económica que no pasaron desapercibidas y que suscitaron, lógicamente, interpretaciones contrapuestas por parte de la oposición y del oficialismo. Es posible, en todo caso, contar las dos historias.
Primera versión. Había una vez un presidente que asumió el cargo en un país cuya economía marchaba perfectamente, en el que la gente vivía muy bien y podía consumir mucho. Los servicios públicos funcionaban de maravilla a precios módicos y las medidas redistributivas estaban a la orden del día. Sin embargo, al nuevo mandatario eso no le gustaba, porque era amigo de los empresarios y pretendía que ellos se quedaran con una mayor parte de la riqueza.
Por eso, cuenta la historia que el nuevo presidente eliminó las retenciones a las exportaciones mineras y agropecuarias (excepto la de la soja, que se reduciría paulatinamente) y que – para compensar ese ingreso de dinero que ya no existiría – redujo los subsidios a las tarifas de energía, provocando aumentos que en algunos casos superaron el 1000%. Además, la inflación aumentó brutalmente a causa de la devaluación y la vía libre que se dio a los supermercados. Eso generó, lógicamente, una fenomenal transferencia de ingresos a los actores de mayor poder adquisitivo (empresas exportadoras, energéticas y supermercados). Y los ricos vivieron felices para siempre, pero el resto quedó en serios problemas.
Segunda versión. Había una vez un presidente que asumió el cargo en un país cuya economía estaba al borde del colapso, en el que la gente no podía ir al supermercado porque la inflación no se lo permitía. Los servicios públicos funcionaban cada vez peor y las medidas redistributivas no tenían efectos en la economía real, ambas cosas porque los empresarios no invertían dada la incertidumbre económica y jurídica reinante (cepo al dólar incluido). Lógicamente, el nuevo mandatario necesitaba solucionar esa “pesada herencia” para que todos los ciudadanos pudieran vivir mejor.
Por eso, cuenta la historia que el nuevo presidente eliminó las retenciones a las exportaciones mineras y agropecuarias (excepto las de la soja, que se reducirían paulatinamente) y que – para permitir inversiones en servicios públicos y equilibrar las cuentas fiscales – redujo los subsidios a las tarifas de energía, provocando aumentos a los que se aplicó un tope del 400%. Eso sumado a un discurso anclado en las reglas de juego claras para que los empresarios amorticen sus inversiones generó, lógicamente, condiciones mucho más favorables para que éstas finalmente aparezcan, lo cual redundará a la larga en más puestos de trabajo y una economía más próspera y estable. Además, la inflación empezará a reducirse paulatinamente porque la salida del cepo dio previsibilidad al precio del dólar y porque los supermercados ayudarán a pasar más fácilmente el momento más complejo. Y todos vivirán felices para siempre.
Así de contradictorias pueden ser las interpretaciones de las mismas, exactamente las mismas, medidas. Ahora bien, ¿cuál es la correcta? Por supuesto, ninguna y las dos a la vez. Muchos de los aspectos que desde el oficialismo se denominan “pesada herencia” existían efectivamente: cepo al dólar, alta presión fiscal sobre las empresas, servicios públicos que no funcionaban bien (luz, telefonía celular) o dependían de importaciones (gas) por la falta de inversión, déficit fiscal y comercial y pobreza estructural no abordada por las medidas del kirchnerismo (ahora opositor).
Sin embargo, eso no implicaba que fuera estrictamente necesario darle facilidades a las empresas (para incentivar la inversión) y generar el recorte de subsidios en los servicios públicos en el mismo momento. En todo caso, en ese punto el oficialismo quedó preso de sus palabras: la necesidad de bajar el déficit fiscal no iba de la mano con la eliminación de las retenciones, aunque sí con la de subsidios y el consecuente aumento de tarifas de servicios públicos.
Si bien eso abona la versión opositora que argumenta que existió una transferencia de ingresos de pobres a ricos, también es cierto que la eliminación del cepo al dólar generó un aumento de la inflación en un primer momento, pero estabilizó las expectativas. Si el gobierno logra domar a los supermercados, conjuntamente con la baja en el consumo propiciada por el “tarifazo”, posiblemente pueda bajar la inflación y favorecer a las clases más bajas, lo cual ayudaría al discurso oficialista. Lo mismo sucedería si efectivamente se observara un aumento importante de la inversión que redundara en puestos de trabajo.
Está claro, entonces, cuáles son las medidas que se tomaron, pero no son igual de obvias dos cosas: cuáles fueron las intenciones y cuáles serán los resultados. Para explicar eso existen dos cuentitos: uno escéptico y pesimista y otro confiado y optimista. El tiempo le dará la mayor parte de la razón (nunca toda) a uno de los dos y – muy probablemente – de cuál sea el más acertado dependerá la suerte del gobierno en la elección de 2017.
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