El debate en torno a la dicotomía latinoamericana rumbo a la independencia de la hegemonía yanqui-europea toma otro color con las últimas declaraciones del candidato estadounidense de ultraderecha, Donald Trump. A la luz de la cosmovisión hegemónica de la realidad política y social de los países del tercer mundo, el juicio político a la mandataria brasilera toma una dimensión de cuidado más delicado.
Lo que está sucediendo en Brasil es un espejo de lo que viene sucediendo a nivel regional con el avance de los grupos neoliberales a la apropiación de un poder que durante más de diez años no pudieron detentar con la exclusividad que antes poseían.
El poder político de los últimos años fue usufructuado en América Latina, en su mayoría, por gobiernos tildados de “populistas” (en detrimento de las políticas redistribucionistas que aplicaron).
Tomando el caso argentino, en los ’90 tuvimos un gobierno de corte neoliberal que profundizando el camino económico-social que se recorrió desde 1976, agravó la brecha de desigualdad enriqueciendo a quienes se encontraban mejor posicionadas en la escala jerárquica y aumentando el estrato marginal, aumentando la movilidad social descendente en la clase obrera y agrietando más aun a las clases medias que venían siendo erosionadas por políticas de exclusión y ajuste.
En el 2003, Argentina comenzó a transitar el camino ya conocido: comenzó a ser parte del “populismo” tan criticado, y pasó a formar parte de una historia común con Bolivia, Brasil, Venezuela, entre otros. Ideales que se gestaron en los años ’60 y ’70 encontraron su materialización más de 30 años después, luego de que la sociedad unificara una visión con todos esos grupos marginados y vejados.
El juicio político, además de ser una herramienta democrática política muy poderosa, de destitución, de una investidura como la presidencial, es un arma simbólica. En este caso, son las élites económicas que a la luz de las políticas socio-económicas de un sector que tiene una mirada más reformista en términos capitalistas, hacen su juego en posición de voltear una gestión que no le corresponde a sus intereses. Salvo casos particulares, los juicios políticos son más fáciles de llevar adelante cuando quien está en la banca de acusado no pertenece al seno de las estructuras sociales históricas, ni es de la tradición política.
Dejando de lado la cuestión de la responsabilidad o no de Dilma, y de los manejos que se produjeron desde los medios de comunicación hegemónicos; hay una premisa que no deja de rebotar en estos casos, cuando los poderes suelen agruparse más de un costado que del otro: la democracia es más igual para algunos que para otros. Lejos de victimizar la figura de la mandataria brasilera, es más sencillo crucificar a ciertos sectores de la política que a otros, por el simple hecho de no cargar con años de tradición y legitimidad económica o cultural.
Asociar la idea de corrupción a la de un partido político que amplifica el espectro de beneficiados, o corre el foco del beneficio en detrimento de los que menos tienen, es una estrategia muy hábil de exclusión de la práctica política a cierto sector más ligado a la izquierda. Si bien cualquier partido tiene posibilidades de acceder al poder, ese axioma se derriba cuando se ve que, por ejemplo, en América Latina no hay tradición de partidos de izquierda que hayan llegado al poder. Para los latinoamericanos, que seguimos probando con qué distribucionismo nos quedamos, el amperímetro de “comunismo” nos llega como lejos a los partidos de centro (y en momentos de flaqueza económica y fragilidad social); hay quienes se dejan seducir por las ideas más filomarxistas pero enseguida hay una suerte de freno que sugiere que a un partido de izquierda le sería muy difícil gobernar: es que sus ideas no son funcionales a una estructura que responde a intereses culturales y económicos históricamente arraigados.
El modo que encontró Latinoamérica de descolonización de modelos impuestos (que siguen muy vigentes) por EE.UU y Europa fue a una aspiración más regional. Más allá de la corrupción que puede y pudo haber, la discusión apunta a poder separar el discurso ligado a que el gobierno redistribucionista atrae sí o sí corrupción, o que es más decepcionante que ellos roben a que lo hagan los que ya sabemos que de todos modos lo harían.
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