Araceli Fulles fue brutalmente asesinada. Quemada con cal viva. Ultrajada y luego descartada. Como basura. De orígen humilde, “Ara”, como firmó el pedido de ayuda que elaboró con un ínfimo papel higiénico, no gozó de las luminarias de los medios de comunicación. Las que ahora la apuntan con desesperación, con hambre voraz de morbo, con los ojos inyectados en la sangre de la primicia y del minuto a minuto de una muerte horrenda más, que mañana será otro nombre en la lista negra, oscura, putrefacta del “#NiUnaMenos”.
Ahora le importan a todos los medios lo que tiene para decir, Ricardo Fulles, lo que tiene para llorar su mamá, que su prima avisa, en TV, dónde y cuándo será el velatorio. Ahora importa. Antes, no. Antes, cuando Ricardo y su mujer advirtieron, no una, si no varias veces que la Justicia se estaba haciendo la boluda, que no movía un dedo; no. Cuando ellos señalaron a Darío Badaracco con el dedo de quienes siempre presienten antes que nadie, no. Cuando salió a la luz que un hermano de Badaracco, el principal acusado de haberle arrancado la vida vaya a saber uno porqué, era policía, no.
A la justicia no le pareció “relevante”, ni compromotedor, ni le hizo “ruido” que uno de los hermanos del principal sospechoso, el cual declaró, dijo haber tenido sexo con Araceli y luego se fue como si nada, fuera policía. Le pareció algo para no hacer especial hincapié. Y los medios siguieron su mismo camino.
Siempre fallan ellos. Siempre fallan quienes primero buscan, hurgan, husmean en la vida de las chicas que no aparecen, y vuelven a encender la cámara cuando el peor desenlace se consumó. Fallan ellos, los que ponen por delante la “burocracia” a la urgencia de salir a buscar a las pibas. Es curioso: en 28 días de abril, 27 mujeres sumaron su nombre a la bandera del #NiUnaMenos. En todo ese tiempo, desaparecieron muchísimas más.
Pero aparecieron, porque se comunicaron, porque alguien las vio y se apiadó de ellas, porque corrieron más rápido de lo que los oscuros pensamientos de sus captores lo hicieron, porque se tiraron al asfalto sin mediar las consecuencias, porque tuvieron suerte que alguien pasó por ahí, porque saben algún arte marcial, porque usan gas pimienta, porque tienen una “cadena” para avisar que están bien. Ninguna de las chicas que apareció lo hizo por obra y gracia de la policía. Y eso es llamativo. Jamás la policía está en la tapa del diario por haber hecho lo correcto, siempre está por no haber actuado a tiempo.
Siempre falla el Estado. Que no previene, no contiene, no acciona, ni actúa como debe y cuándo debe. Que se consume en procesos estériles, procedimientos aletargados, búsquedas inútiles. Que parece que la único arma con la que cuenta es aumentar la recompensa para que alguien cobre más plata por aportar algún dato necesario. Algo que la policía fracasa sistemáticamente en realizar, víctima de su propia ineficiencia. La cual a veces, encima, es adrede, como en el caso de Araceli. Que tuvo la putísima suerte de que su asesino era hermano de un cana de la putrefacta policía bonaerense, nido de corrupción y crímen organizado más grande que cualquier banda delictiva del país. Y no es algo de ahora. Es de años, de décadas, la “Maldita bonaerense” agiganta su currículum cada día más.
Araceli también tuvo la putísima suerte de ser humilde, de ser pobre, de haber nacido en San Martín, de ser una “mala víctima”, como fue Melina Romero, de quién los medios escribieron “Una fanática de los boliches que dejó la secundaria”; en su obra maestra de hijaputez gratuita. Araceli no era rubia, no era de buen pasar, no era de un barrio bien de capital, no estudiaba. Y, encima, tenía problemas con las drogas. Araceli no era Ángeles Rawson. Pero ambas se encontraron en su camino con un hijo de puta que no tenía porque disponer de su vida y decidir sobre ella. Eso las hermana, aunque la sociedad, los medios, el Estado y la policía se peleen en separarlas.
Sin embargo, en el caso de Araceli, a diferencia del de Ángeles, “Doña Rosa” contó con suficiente información como para horrorizarse por la vida que llevaba Araceli, en lugar de indignarse por el hecho que permaneció más de 20 días desaparecida y que la justicia jamás la buscó como debía. Ella elige pensar que “algo habrá hecho” o “se la habrá buscado” o “eso hacen las drogas”. Y menos mal que empezó a refrescar, si no iban a decir que “la pollera era muy corta” o “El escote muy provocador”. Esa misma “Doña Rosa” mastica bronca, vocifera verdades de perogrullo, escribe testamentos furiosos en Facebook cuando las minas se ponen en tetas en el Obelisco, pintan un patrullero o deciden pintar alguna pared de una catedral. La misma “Doña Rosa” incapaz de entender que esta sociedad chupacirios primero exhibe el prejuicio a la búsqueda, que elige repudiar las “provocaciones” de las feministas y hacer oídos sordos e, incluso, juzgar cuando las pibas mueren. Y mueren todos los días.
Pasó en Mar del Plata, con Lucía Pérez, que fue empalada. Pasó en Gualeguay, con Micaela García, violada por turnos y asesinada, descartada a la vera de la ruta; pasa ahora con Araceli Fulles, enterrada y quemada viva con cal. Pasa todos los días. Y, lamentablemente, seguirá pasando. Seguirá pasando porque quienes deben garantizar que no pase fallan. Fallan los medios, que eligen “titular” en lugar de poner su tremendo poder al servicio de esclarecer algún caso. Falla la policía, inútil por acción y (muchas veces) omisión. Falla el estado, incapaz de lograr articular una buena policía, que saca fondos a los programas de prevención, que también se revela machista y misógino, desde el momento que es encabezado por un presidente que dice, sin ponerse colorado, “a todas las minas les gusta que le digan que lindo culo tenés”. Bueno, no. No a todas. O si fuera así. No es el punto. Y ahí está el punto: en que buscando cuál es el punto, nos corremos del eje, nos desviamos, fallamos también nosotros que nos prendemos en un pan y circo internetizado, mientras, en las calles, en las esquinas, en los barrios, nos arrebatan a nuestras compañeras, amigas, hermanas, primas, madres, abuelas. A nuestras mujeres. A las que matan como moscas, cuyas vidas no valen nada y las que sabemos que, si algún día les pasa algo, primero veremos como corren ríos de tinta sobre sus usos y costumbres.
Antes de ser la cara más reciente del #NiUnaMenos, Araceli fue una más. Igual que Micaela, igual que Lucía, igual que cada una de las 28 mujeres que, en 28 días del mes, perdieron la vida. Ellas tenían derecho a vivir, tenían derecho a divertirse, tenían derecho a coger, tenían derecho a hacer con su cuerpo lo que ellas quisieran. Y ese derecho se lo arrebataron, con la misma facilidad con que un medio de comunicación edita un titular, un policía es trasladado de seccional para “cuidarlo” o el Estado cierra programas de prevención contra la violencia de género. Basta. En serio, basta.
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