Esperar grandes cosas de hombres de espalda ancha con pasados colosos no es una reacción extraña, de hecho, es inevitable. El sábado amaneció gobernado por el dios de la tormenta, una especie de “bendición” para lo que vendría.
Mientras los feligreses iban camino al lugar donde se daría la comunión, muchos con la cabeza bien embotada en el cuello alto de la campera como espantando a las gotas frías, la ansiedad y los hilos tramposos de la sugestión comenzaron a hacer lo suyo en la cabeza de varios. Sin embargo, todo quedó reducido a suspirar: “hoy llueve y toca el viejo Willy Crook. Nada podría sonar mejor”.
Bajando ya las escaleras del Bebop Club, allá por la calle moreno del atemporal San Telmo, un clima de pura calidez llevaba inexorablemente al París de los años ’20 (ese que ninguno de nosotros vio pero todos conocemos). Entre sus mesitas para dos elegantemente salpicadas por todo el recinto, luces tenues y un jazz frenético de volumen tímido, solo restaba esperar.
El lugar con capacidad para unas 130 personas, se fue llenando con velocidad hasta quedar colmado, y las mesitas para dos se hicieron para tres o cuatro. Todo estaba listo.
El show había sido anunciado para las 21 hs. La demora habitual se prolongaba acrecentando la ansiedad; por fin pasados unos cuarenta minutos del horario previsto, la música de sala fue disminuyendo hasta desaparecer, y antes de que el telón termine de descorrerse en su totalidad, los primeros acordes de “If You” sonaron deliciosos, y allí apareció, arropado en un traje negro y camisa blanca, el gigante Willy Crook, escoltado por sus Funky Torinos.
De la lustrosa Telecaster color madera colgada a los hombros de Willy, salió un wah wah machacado, suave y rápido; los palillos invisibles de Juan Cava en la batería lo acompañaban con golpes igualmente sutiles, y un par de compases después, la intromisión de un teclado narcótico, a cargo de Leonel Duck, dibujando figuras arabescas parecieron susurrar a coro: “si señores, así se toca el funk de este lado del mundo”.
Un párrafo aparte merece la soberbia actuación Esteban Freytes en las cuatro cuerdas, quien también parecía encarnar el papel de sub comandante en el ilustre cuarteto.
La embriaguez que flotaba en el ambiente era palpable, y mucho más cuando la voz tan carrasposa como sensual del frontman entonó las primeras estrofas. El largo aplauso al término de la primera canción, fue un descargo de genuina tensión contenida.
Lo que vino después fue un repaso por toda su discografía, con temas como “Lite”, “Fuego amigo”, y “Outstanding”, alternando entre géneros tales como el blues, funk y soul, y en ocasiones, extrañas batidas sonoras, las cuales serían difícil de definir; pero las cabezas de los espectadores balanceándose de forma constante y los pies marcando el pulso de cada pieza, dejaban algo bien en claro, eso era lo que habían ido a escuchar.
Los presentes se dieron el gusto de ver aquella foto tan celosamente guardada en cada uno de los que allí estaban, cuando a mitad del cuarto tema (“Play Your Game”) Willy se va por detrás del escenario para volver rápido, con su media sonrisa de joven eterno y el saxofón inoxidable, desenvainando un largo solo de dos o tres minutos y recibir otro de los sentidos aplausos de la noche.
El ya conocido falso final, llegaba de la mano de esa clase magistral de soul llamada “Dance Doris Delay”, esta vez enganchada con una de sus canciones más festejadas, “Seen Sin”. Al terminar, los protagonistas se reunieron en el proscenio, saludaron con una breve reverencia y enfilaron hacia camarines. Al cabo de un minuto volvieron entre aplausos para retomar sus posiciones y hacer el primer y único bis con una versión rabiosa de “Rock Revenge”, y ahora sí, llegaba el final verdadero, el que nadie quería encontrar.
En fin, lo que Willy Crook y sus Funky Torinos dejaron fue una hora y media de colores y sonidos y sensaciones traídas de otros cielos, donde no muchos viven, pero donde todos estamos invitados.
Por Damián López especial para Rock And Ball
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