Paul Brandon Gilbert nació en 1966 y antes de cumplir los veinte años ya era profesor de guitarra en uno de los institutos más reconocidos de Los Ángeles. Datos como éste son innegables y saltan más que a la vista a la hora de presenciar y analizar su ejecución sobre el escenario. Pequeños pormenores (o no tanto) tales como la elección de ciertos modelos de guitarra por sobre otros, el grosor de las cuerdas, la composición de la pedalera de efectos o la ubicación de los amplificadores son los detalles que han cincelado su estilo como guitarrista profesional y músico sesionista a lo largo de los últimos casi treinta años.
Un hombre con una remera negra lisa y unos jeans oscuros que podrías encontrarlo en la cola para pagar la luz, en la del almacén o sentado al lado tuyo en el subte. Resulta de lo más inesperado e increíble el hecho de que de esa guitarra anclada a ese torso tan ordinario pueda confluir una maestría de ese calibre. No deja el ser humano de ser un animal extraordinario que existe de la manera más ordinaria posible; lo espectacular que se esconde detrás de lo aparente.
Gilbert desplaza los dedos índice, mayor, anular y meñique de su mano izquierda por los trastes de la guitarra como si de una respiración fluida pero calmada se tratase. Los estudiosos de la guitarra podrán definir mejor y de manera más técnica lo vivido tanto el domingo como el lunes pasados en términos de letalidad y precisión quirúrgica.
Con un manejo de estilos y rítmicas bastante rico, Gilbert mostró ante el público argentino temas referentes a este último trabajo discográfico, tales como “Everybody use your goddamn turn signal”, “One woman too many”, “I’m not the one who wants to be with you” y el sencillo que le da el nombre al disco, “I can destroy”, entre otros.
Hubo también varios pares de cejas levantadas gracias a “Walking on the moon” de The Police y “Little wing” de Hendrix, el hombre que mató a Dios.
La guitarra de Gilbert tomó un tinte monologal durante las dos horas del show, a excepción de entradas puntuales en la “conversación” – a modo de bocadillo – por parte de Kevin Chown en bajo y Thomas Lang en batería: algunas líneas de bajo de esas que, al cerrar los ojos, engrosan lo oscuro y punzante de la melodía total y el doble pedal como personaje principal del kit: endurance and stamina (aguante y actitud incansable) describieron los compases cerrados y plagados de semicorcheas llevados a cabo por este baterista.
Desde el punto de vista sonoro, la ejecución como trío registró un aumento de calidad y dinámica más que considerables pasada la primera mitad de la presentación; hasta entonces, esa aceitada armonía entre varios elementos que se divierten y complementan entre sí pareció, simplemente, el designio de las seis cuerdas de Gilbert para hacer y deshacer a su antojo.
Resultaría difícil considerar al recital como una charla o un “ida y vuelta”; posiblemente, esa nunca haya sido la idea y… está bien. Al fin y al cabo, la razón de estar de cada persona en The Roxy era el nombre del músico en la entrada. “Vine a ver a Gilbert. Lo demás, bienvenido sea”. Ojo: el show de Paul vale por su peso, calidad y técnica indiscutibles, pero si esperabas un acercamiento de cualquier otro tipo… Gilbert podría ofrecer otro solo a lo sumo, o contarte en qué escala lo maneja.
Fotos de Julieta Marilyn Fernández
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