Esto no es una crónica del show que Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado dieron el pasado sábado en el Estadio Malvinas Argentinas para acompañar a Martín Carrizo. Esto no puede ser un relato objetivo sobre cantidad de personas, lista de temas, calidad de sonido, organización (aunque todo haya estado muy bien y merezca ser mencionado, claro).
Sucede que hay una suerte de umbral subjetivo que la mayoría de quienes ayer compartimos ese cielo abierto, ese sonido envolvente atravesamos hace mucho. Y es de esos pasos que se dan de una vez y en el mismo acto se vuelven irreversibles.
Lo que sí es justo es empezar por Martín. Cómo una suerte de hijas e hijos de padres separados, Martín fue la primera novia que nos presentaron. Quererlo prontamente encerraba la contradicción entre la resignación por el cambio permanente de aquello que ya no era y algo de los que nos hacía en la piel, llevando el pulso del rock que nos gusta.
Llegamos a ponerle su nombre a la peña que nos juntó en la necesidad del amor compartido y de aguantar las esperas intermitentes para volver a los lugares remotos o más cercanos donde, sin lugar a dudas, somos felices.
Algo de esa contradicción nos habitó el sábado, cuando salieron con la fuerza de un legado por defender, con las tripas y los dedos en llamas y las gargantas afiladas para decirnos qué hay algo del amor que cambia, siempre, pero que es preciso defender.
Desde que el Indio subió a estos elegidos y elegidas a un escenario, por extensión, con algunos reparos sí, aprendimos a valorarles. Y ahí estaban bajo una noche de casi verano en la Ciudad de Buenos Aires. No teníamos claro qué íbamos a ver, qué sensaciones nos atravesarían. Entonces, apuramos el paso cuando la última birra se extinguía y en una vereda de La Paternal una voz solemne y perpetua sentenciaba el mantra: “Damas y Caballeros, con ustedes, los Fundamentalistas del Aire Acondicionado”.
Todo lo que había para decir se hizo cuerpo en las manos que levantamos para llegar a donde pudiéramos escuchar, en las sonrisas que nos brotaban, a borbotones. “Luzbelito” irrumpió como lo hace aquello que no puede ser olvidado.
Siempre sospechamos que Gaspar Benegas nos caía bien y él solito nos hizo comprobarlo, porque se puso la 10, sentenció nuestro equipo. Comotto dijo menos pero tocó igual, con la lealtad de sus cuerdas y el andar de su voz. Pablo Sbaraglia irradió una energía, una voluntad, una reacción de entrega y disfrute que atravesó el campo y llegó a la torre de sonido, desde donde los contemplábamos. “Honolulú” nos invadió con la frescura inédita de una sorpresa y los matices de la radiante Luciana Palacios cantando nos hicieron extrañar un poco menos a su compañera, la fabulosa Débora Dixon.
El bajista Fernando Nale sorprendió con una voz a la altura de la entrañable “Vamos las Bandas”. También se sumó a las voces que cantaron lo irremplazable, el guitarrista Emanuel Saenz. No faltaron los vientos de Sergio Colombo y la ternura de su hijo que sopló desde la descendencia. Como invitado de lujo a una noche de solidaridad que se hizo fiesta, Lito Vitale llegó desde los míticos inicios ricoteros para imprimir desde el teclado la cadencia de “Masacre en el Puticlub” y nos hizo brillar con “Mariposa y ese rock del país”.
Y si hay rock en este país, era preciso que apareciera como lo hizo, para despertar el anhelo de que se vuelvan a juntar hecho cántico, el tan querido Sergio Dawi, que trajo sus bocanadas de historia, amor y vientos y nos hizo, por supuesto, mover el culo y soltar lágrimas.
Un mensajito le daba una hipótesis a la intuición que se hizo onda cuando Benegas contó que el Indio miraba el show. Las cabezas buscaron alrededor una grada, un lugar secreto donde pudiera estar camuflado. Los más optimistas decían que aparecería. Otras y otros, preferimos creer, una vez más, en su palabra. Encontraría alguna forma de estar. Y la encontró.
Sonaron los acordes de “Nuestro Amo Juega al Esclavo” y nos olvidamos por un instante de lo que acabábamos de decir: que quizá esta banda sólo debería tocar temas de los Fundamentalistas, que les sientan bien, que llevan su marca, que cuando tocan los de Los Redondos hay una suerte de peso sutil que sobrevuela el escenario, que habría que ver.
Hasta que escuchamos y después vimos. Una imagen en blanco y negro. Un tipo con un micrófono y unas gafas que parecen las favoritas. Canta y no sabemos dónde está. Si lo hace en ese momento, en otro lugar, si viene del túnel del tiempo. Pero está ahí. Y nos avisamos, como para que nadie se lo pierda. Giramos y miramos a los de atrás y nos abrazamos con una chica petisa y le preguntamos si lo ve, si se da cuenta que está cantando y que nos mira por esa pantalla, y nos lo preguntamos todas y todos mientras nos hundimos en brazos colectivos, que irradian una felicidad atragantada. Violencia es mentir. Lo primero que llega para decirnos. Y consolida la percepción de que su arte como modo de decir trasciende el tiempo.
Aparece entre la mirada nublada por al agua que se acumula en los ojos y el pecho que se cierra, el primer casete que los trajo a nuestra vida, la primera de esas veces en que la voz entró a lo profundo del ser.
Atravesar el umbral que propone con su arte, en el momento de la vida que nos hay tocado a quienes hemos tenido la fortuna de que así sea, nos dio algo más que un pasaje. Nos abrió a un modo de percibir el mundo y en esa apertura la única certeza: que los sentidos nunca pueden anclarse para siempre.
Porque todo lo que dice Solari cantando y su banda vuelve sonidos que acompañan, todo eso, este sábado volvió para llevarnos a los lugares de siempre: a recordar las caras de los seres queridos que se fueron cuando sonó “Etiqueta Negra”, o los amores que no fueron con “La Hija del Fletero”, o lo del placer, eso de poder ser cruel, cuando recordaron desde el escenario que casi como una granada en la tetas, los Inocentes tienen su Tesoro. Pero también, esas canciones nos trajeron nuevas caras, nuevas memorias, todo eso que nos da la vida pasando, el tiempo pisando los talones.
Fuimos los mismos de siempre, pero distintos, viviendo en lo volátil de las palabras que cuentan con su cadencia de rock todo eso que nos atraviesa. Una noche maravillosa que surgió para recordarnos nos unen lazos que, se ven, son de la intensidad del fuego, con la potencia de lo que se extingue para renacer, una y otra vez. Y que nuestro sueño, nuestro sueño duerme allí. Fuerza, Martín.
Colaboración especial: Marcela Garavano
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