La cita fue un 20 de junio de 2007 de luna llena. Estaba tranquilo, no tomaba dimensión de que esa noche el club que amaba (y amo) podía ser campeón de América. Pero ahí me encontré, de un momento a otro, con mi viejo al lado y el televisor enfrente. Cenamos como un día normal, no hablamos del partido, pero los dos sabíamos que se terminaba la comida del plato y, como un resorte, saltábamos de la silla al sillón.
En casa habíamos ganado tres a cero. Pero del otro lado estaban los brasileros y para colmo había que jugar allá, en la cancha donde no habían perdido ni un solo partido, con casi 50.000 torcedores que no dejaban de cantar desde la previa al partido, lo que transformaba el estadio en una olla a presión que podía explotar en cualquier momento. El primer tiempo fue nerviosismo puro, ardían todos los dedos de tan cortas que había comido las uñas. Miraba a papá y él sufría, me miraba y sufría también. Palo a palo, fue un ida y vuelta constante con varias patadas lindas (empezaba a ser defensor y veía los trancazos con brillo en los ojos; tiempo después las imitaría) y poco fútbol. Pasaban los minutos y los brazucas ya cambiaban el semblante, no era todo alegría (como suelen ser los hermanos de Brasil) sino más bien preocupación. Nosotros hacíamos nuestro juego sin desesperación: aguantar y, si se podía, atacar.
Se fueron los primeros 45 minutos y llegaron los últimos, el tramo final de seis meses que fueron de menor a mayor. Sufriendo por demás, ganando a lo Boca, con huevo, corazón e inteligencia. Resumiéndolo: con la camiseta azul y oro en el pecho y en las venas. El sueño acechaba, la rutina de tener que estar al otro día en el colegio sacaba las ganas de estar hasta el final. Pero cuando enfilaba el camino a la habitación se escuchó, en todo el barrio, el grito tan deseado. Ese que revalidaba la teoría de que los brazucas “nos tienen miedo y salen corriendo” cuando ven el azul y oro enfrente. Cuando tenía que aparecer, apareció y el cuerpo se despertó. El maestro clavó un balazo imposible para el 1 de ellos. Ahora sí, festejo, abrazos y gritos. Ya estaba todo dicho, había que esperar el final, el desenlace de semejante historia. Los brasileros lloraban (díganme si no es lindo verlos llorar jugando al fútbol) porque sabían que la copa y los papelitos no serían para ellos. Ahora mirándolo a la distancia, disfruto de lo lindo que fue ganarles ahí, en su cancha, y dar la vuelta ante los ojos rojos de llanto.
El hombre de negro se puso el silbato en los labios y borró todo tipo de consciencia. Saltos y abrazos, gritos y un “¡vamos!” acompañado de alguna que otra puteada. Un escalofrío inundó las venas y como un estallido desenfundó un abrazo, el más lindo de todos los abrazos del mundo. Un encuentro que borraba todo tipo de malos augurios.
Ese abrazo, ese encuentro entre padre e hijo, entre dos pibes que disfrutan del fútbol y de esos colores quedará grabado a fuego en el pecho, no se borrará ni ante la peor de las tragedias.
Siempre estará ahí, guardadito, ese momento que abrazó el alma y estalló el corazón de un pibe de 12 años.
Foto de portada: Diario Xeneize.
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