No la dejó. Ni por un segundo. Ni al entrar al Mario Alberto Kempes, ni cuando recibió la medalla, ni cuando habló en conferencia de prensa. Nunca, jamás, por nada, Marcelo Daniel Gallardo dejó de sostener la birome en su mano izquierda. Nunca. Ni para festejar el gol de Lucas Alario, ni para sufrir la remontada de Central, ni para desahogarse cuando Iván Alonso -apuesta del Muñeco– puso el pie derecho para torcer la final de la Copa Argentina. Una final que el DT, sin dudar, calificó como “la más linda del mundo”.
Pero el DT estaba nervioso. Quizás por eso la birome, color azul metálico, medio grisáceo, ideal para combinarla con la camisa negra que lució. Para servir de paliativo, para tener las manos ocupadas, para que esa lapicera sufra toda la descarga emocional de un líder que vivió el partido a mil y que, como cuando jugaba, fue decisivo para ganarlo. Es que esta previa no fue igual a otras finales. Gallardo llegó al partido con dudas fuertes sobre su continuidad, fogoneadas por la prensa, siempre impiadosa y siempre ganadora porque juega sin arcos, que tras la derrota del Superclásico pensó que Napoleón estaba caído, que el de los golazos de Tevez había sido su Waterloo. Pero una batalla no fue la guerra. Ayer River ganó la guerra que peleó este semestre: el pasaje a la Libertadores.
Uno no conoce al Muñeco. Ni tampoco su psiquis. Pero estos dos años y monedas al frente de River sirven para entender que al DT le brillan los ojos ante compromisos que ponen en juegos títulos, pasajes a otras instancias o incluso todo un semestre, como era el juego ante Central. Pero esta vez, en la antesala, hubo algo distinto. Esta final llegó después del golpazo Superclásico. El 2-4 con Tevez como el chico de la tapa seguía muy fresco en el oriundo de Merlo, el que mamó River desde pendejo. El que, por lo tanto, no le gusta perder con Boca ni a las bolitas. Pero su animal competitivo sabía que el Superclásico era pan para hoy y hambre para mañana. O al menos, que ese mañana quedaba bastante lejos. La Copa Argentina era ayer.
Cuando empezó el semestre, Gallardo trazó dos objetivos cristalinos: la Recopa Sudamericana ante Independiente Santa Fe y la Copa Argentina, para ganar el derecho de volver a disputar la Copa Libertadores. En el medio, el torneo local como que “estorba” entre los dos objetivos que el animal se puso entre ceja y ceja. Al finalizar el semestre, River está a 9 puntos de los líderes,que pueden ser 6 o 12 o 11 o 8, pero con los dos objetivos que se puso por delante cumplidos. Tanto la Recopa Sudamericana como la Copa Argentina tienen lugar eterno en las vitrinas de Udaondo y Alcorta. Vitrinas a las que Gallardo aportó 6 títulos en dos años y medio, el 75% de los 8 que ganó River bajo la gestión Donofrio, el doble de los que consiguieron José María Aguilar y Daniel Passarella en 12 años. Números que hablan por sí solos.
Pero para ganar, hay que arriesgar. Y para arriesgar hay que intuir y para eso hay que saber y sentir el juego. Cuando Marco Ruben puso el 3-2, ante otro (horror) error de Augusto Batalla, todo River sintió que esta vez no iba a poder ser. Gallardo no se hundió en depresiones estériles. Así como negó ser capaz de deterse ante el tsunami de críticas que recibió post Superclásico, mucho menos capaz de parar o de deprimirse en el medio de una guerra. Miró a su costado, charló algo con sus colaboradores y se la jugó: a la cancha Iván Alonso para hacer barullo en el área de un Central que, paradójicamente, en sus centrales tenía el punto más débil. Y para acompañar la ofensiva, sumar a Rodrigo Mora, reinventado como “8” a romper por derecha y, sobre todo, a buscar a Iván y a Lucas. A Alario (que ya tenía dos goles) y a Alonso, que llevaba 6 en River, pero ninguno de vital importancia.
Un lateral desde la derecha picó mal (como la pelota en toda la noche), superó la humanidad de Dylan Gizzi y mostró a un Alonso despierto, rejuvenecido, que cabeceó, bah, asistió a un Alario que definió más rápido que un chasquido para el empate. Andrés D’Alessandro, que todos sabían que se estaba despidiendo, lo gritó desaforado. Gallardo apretó con fuerza la lapicera. Y el laboratorio del Muñeco volvió a funcionar. Como en aquel Superclásico que Gallardo empató -sí, el DT- cuando mandó a Germán Pezzella a meterse entre los centrales de Boca y Mora y Teo Gutiérrez y el defensor igualó el partido. En la noche de Córdoba, Mora hizo lo que tenía que hacer, apuntó y encontró a Alario que adentro del área entiende TODO (y que está en River porque Gallardo no se asustó ante una lesión menor del delantero que casi hace caer su pase) y este pivoteó para que Alonso, de apellido ilustre, un número que central no tenía en su cartón, empujara al 4-3. River, en tres minutos, había cambiado su destino. Y Gallardo respiraba -o intentaba- en medio de la montonera humana que lo cubre. De perder la Copa Argentina, de pensar en una ida de Gallardo, de un adiós gris de D’Alessandro, pasó a sumar su sexto título en el ciclo Gallardo, en confiar en el DT para liderar al equipo en la Libertadores 2017 y en que el Cabezón tenga una despedida amena, a los gritos, en cuero y pidiendo un minuto de silencio para el rival de toda la vida.
La cámara se queda con Gallardo. Y con su lapicera. Patricio Losteau señala el final y la mitad rojiblanca del Mario Alberto Kempes ruge. Como en 2014, 2015 y 2016, el videograph dirá dos palabras: River Campeón, esta vez será de Copa Argentina, ya fue de Recopa (x2), Copa Libertadores, Copa Sudamericana y hasta Suruga Bank. Porque el hambre del Muñeco no le hace asco a nada. El hombre, de camisa negra, como la que tenía Juanes en aquel famoso tema, levanta los dos brazos al cielo y saborea, una vez más, la gloria. La gloria de esta historia que vuelve a ser noticia. De esa historia que se escribe con letras bien grandes, legibles, en Arial Black tamaño 24. Gallardo sumó su sexto título como DT de River. Cinco internacionales y esta Copa Argentina, el primero local, pero que es casi internacional por el “punto bonus” que encierra.
En la cancha, con las pulsaciones a mil, agradece a los que confiaron en él. Se emociona. Agradece a los jugadores y, por momentos se le quiebra la voz. En la conferencia, más tranquilo, agradece a los que confiaron en él y a los jugadores y, envalentonado, asegura “ahora van a decir que hice bien los cambios” y pega: “Nosotros estamos siempre expuestos, vivimos permanentemente en el ojo de la tormenta. Casi siempre cuestionados. Pero a mí me apasiona y me hace crecer”. Y ahí está el secreto, eh. En la pasión. Sin duda. “En los últimos días mastiqué mucha bronca y mucho veneno”, confiesa, aferrándose más a la lapicera, la que mueve acompasadamente, como marcándole cosas a los colegas, como si esto fuera un aula. “Acá, cuando perdés, te masacran”, resume Napoléon. Que ahí está, birome en mano, bandera en alto, bien plantado sobre la gloria eterna de una noche de Córdoba que, una vez más, lo ve renacer. Lo ve revivir, lo ve histórico, hermoso, campeón, leyenda, póster y estatua. “No había que claudicar, eso le dije a los jugadores. Todos nos querían ver tirados y los jugadores dieron una muestra de hombría y valentía”. ¿Waterloo? ¡Las Pelotas!
Ahora, el técnico duda. A River le queda Olimpo, en Bahía, para cerrar un año en que cumplió sus dos objetivos. Único equipo del fútbol argentino que lo hizo. Y siembra la duda. Dice que “voy a ver qué hago, a ver si tengo fuerzas para enfrentar otra Copa Libertadores”. Donofrio dice que “Hay Napoleón para rato”. Los hinchas de River no se lo imaginan yéndose, ni quieren pensarlo. No ahora, con una nueva guerra por delante. Y la verdad, parece difícil creer que él no afrontará el desafío, no irá por más, no intentará calmar su sed de triunfo y competencia. No sería lógico que Gallardo, en definitiva, justo ahora decida no respetar su esencia. ¿Tendrá fuerzas? Habrá que ver, lo cierto es que si este Napoleón se baja del caballo ahora, la noticia no podrá tapar la historia. Nunca, jamás.
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