Ball

La pelota: el juguete del alma

Un nene que pasaba sus tardes con un balón, vuelve a reaccionar gracias a un regalo y su conexión, forjada a marcas en la pared de su casa.

José agarró la pelota y salió al patio. Le daba de derecha, contra la pared, una y otra vez. Cada tanto la tiraba para arriba y cabeceaba, sino apuntaba a meterla en el arco que formaban los dos naranjos.

Al otro día la misma secuencia: colegio, casa y patio. Así se pasaba las tardes de esa primavera con aroma a naranja que, a veces, se mezclaba con el olorcito a pasto recién cortado. Todas las mañanas pensaba, mientras la maestra de literatura hablaba, en llegar y agarrar ese balón descuerado de mil batallas en el barrio, y otra vez sentir ese olor que lo llevaba a los mejores momentos de su -corta- vida.

Toda la semana así, hasta que llegaba el domingo. Ese bendito día cambiaba el lugar, pero nunca el juguete: se iba a la cancha (con la pelota abajo del brazo, obvio) y despuntaba el vicio hasta que el hombre de negro pitaba y empezaba el juego. A veces entraba a la cancha de la mano de sus ídolos, otras lo miraba desde afuera con un vaso de Coca en la mano y, claro, la pelota.

Una tarde de viernes, Josecito -así le decía la mamá- de tan fuerte que le dio a ese balón, lo mandó al gran nogal del vecino. Ese árbol, adonde solía tirar piedras con la gomera, medía millones de metros. Pensó en subirse; mil veces se preguntó qué pasaría si se caía, le dio miedo pero se animó igual. Subía de a un pie, primero el derecho y después el izquierdo, miraba para arriba y seguía a miles de metros.

Cuando estaba a dos cuerpos de recuperar su juguete, se patinó y cayó. A partir de ahí no sintió más que el aire que lo atravesaba.

Se despertó en una habitación del hospital. No sentía el cuerpo, pero le dolía todo. Miró para la izquierda y vio a una mujer mayor, no supo quién era. No supo dónde estaba, ni qué le había pasado. Dos segundos después de abrir los ojos, los abrió esa mujer.

Hijo, ¿estás bien? -. Le dijo la señora.

Josecito no pudo hablar. Quería, pero no le salía.

¿Me dijo hijo? -. Pensó.

Creyó que esa mujer estaba loca, que no la conocía. Se volvió a preguntar dónde estaba, que le había pasado. Estaba confundido y dolorido.

Cuando quiso reincorporarse en la camilla le costó. Fue tal el dolor que el cuerpo se le volvió a ir para atrás.

Entró un hombre de delantal blanco y con algo colgándole en el bolsillo. Pelado pero con unos pocos pelos a los costados, de lentes y con mucha alegría.

¡José, te despertaste! -. Le dijo casi gritando y sonriente.

Otra vez no pudo hablar. Quería, pero no le salía. El señor lo revisó y le dijo que se quede tranquilo, que estaba todo bien.

Ese pibe que vivía dele patear la pelota, que saltaba y cabeceaba toda la tarde, que los domingos se instalaba en la cancha, ahora no podía moverse.

Pasaron dos noches y cuando el sol del tercer día lo despertó, volvió a ver a esa mujer. Ya se sentía mejor, no le dolía tanto el cuerpo y podía moverse casi normalmente. Al rato de despegar los ojos, entró el señor de blanco.

Te traje un regalo, Josecito -. Le dijo mientras sacaba sus manos de la espalda, donde lo traía escondido.

Con la mano derecha del doctor casi descubierta empezó a ver a su juguete, a esa pelota que ya no tenía ni un mínimo retazo de cuero. La vio y sintió algo en el cuerpo, como un escalofrío o como si fuera electricidad que le recorrió del dedo grande del pie hasta el último pelo. La agarró y la conexión fue instantánea. Giró la cabeza para la izquierda y balbuceó.

Ma, estoy bien. Ya me desperté.