Apenas resistían los corazones de los presentes. Simplemente no daban a basto a tanta emoción, a semejante festejo. Una alegría mundial, plasmada en ese frenesí de abrazos, sonrisas y lágrimas, cargadas de incredulidad. Lo mismo ocurría del otro lado de la pantalla, en el campo de juego. Llantos desconsolados, pero de felicidad. Todo ese descomunal esfuerzo físico y mental fue recompensado. Era el gran momento de sus vidas. Tantos sueños del pibe materializados.
A más de dos mil kilómetros de esa consagración deportiva, empezaban los festejos. Hacía frío en Buenos Aires pero, de la emoción, ni campera me puse. La celeste y blanca que vestí en cada partido del torneo era suficiente abrigo. Salimos todos a festejar, hasta el perro. Éramos un grupo de jóvenes amigos y mis viejos, con el mencionado can. Se nos sumaron otros vecinos y conocidos para emprender una larga caminata. 40 o 50 cuadras. ¡A pie! Una locura. Aún así fuimos, con nuestros sonrientes rostros, a festejar, a compartir esa sensación que nos abrumaba.
No fuimos los únicos. En las calles, casi no había autos circulando. El pavimento se inundaba de peatones, y de los colores de la bandera. Los repetidos y populares cánticos eran la banda sonora de esta película de ensueño. Era una marcha de la felicidad, a la que cada vez se le sumaba más gente. Desde los edificios, se desplegaban banderas y caían papelitos. Les juro que era impresionante. Todos estábamos conmovidos por igual. Las diferencias y resquemores sociales se aplacaban; solo había un sentimiento generalizado.
Luego de tanto caminar, llegamos. El frío casi no se sentía con tanto calor humano. El Obelisco desbordaba de gente. Niños, adultos, abuelos, gente de todas las edades. La avenida 9 de julio estaba abarrotada. Corrientes y las calles aledañas también. Así se vivía en Buenos Aires, como también en las otras ciudades del país. Al entonar el himno y otras canciones, volvieron a hacerse presente las lágrimas. Se repitieron esos abrazos que nos dimos frente al televisor. Éramos campeones del mundo.
Pero nada de esto pasó. Nada fue real. Nada. Solo fue producto de la más noble y pasional imaginación, que ansiaba la gloria, el trofeo, ese Mundial en Brasil. A ocho minutos del pitido final, un joven y frío alemán apareció y nos arrebató todas estos momentos que estábamos por vivir. La incredulidad, los abrazos y las lágrimas fueron de tristeza. Pasaron dos años y todavía siento los papelitos, las canciones y la alegría de la gente en la calle. Aún recuerdo el escalofrío que me produjo el gol de Mario Götze, al igual que el pitido final del italiano Nicola Rizzoli. Casi fue nuestra. La Copa del Mundo y esa celebración que no existió.
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