Primero pensó en cada mañana que se levantó temprano, agarró el bolsito, y con su padre, madre o en soledad iba a cada entrenamiento. Así hasta que logró subir, subir y subir. Hasta instalarse en la consideración del DT de Primera. Después imaginó cómo iba a festejarlo. Si corriendo para acá, o para allá, si abrazando al compañero, si tirándose de cabeza en la red o si besándose el escudo. Y después se acordó de su familia, los esfuerzos aquellos y el disfrute de hoy una vez que el pibe, al menos, alterna en Primera. Se debe haber acordado de alguno que ya no está, también. Inevitable. Quizás del abuelo que le enseñó a patear o qué le dijo que él llegaría a Primera.
Se le debe haber pasado por la cabeza aquel remate al palo vs Vélez, esas gambetas con las que levantó al estadio, el apodo de “D’Alessandrito“, y el empuje inicial de la prensa, que si no tenés la cabeza bien fría, es capaz de hundirte.
Recién ahí pateó Tomás Andrade, con todo eso encima. La pelota, que para todos, con el partido 2-1, con los segundos que quedaban, con la habilitación del 10, era “sencillísima” para él pesó toneladas. Quizás por eso, apenas la movió. Fue una caricia, de esas que no son amorosas, si no más bien de compromiso. Las que marcan el final piadoso de una relación, no las que inician un momento de extásis. Fue una distracción, una interrupción de la galaxia donde empezó a viajar cuando vio que Pity Martínez esquivaba una guadaña asesina y cuando relojeo a Sebastián Driussi y deseó que no se le vaya a meter en el medio. Atrevido, le marcó donde quería la pelota al “10”.
Y se le hizo tarde, apenas alcanzó a tocarla, todavía abstraído en sus pensamientos. Un grito de gol a medio hacer, ahogado, asesinado justo cuando iba tomando forma. Un sueño, un festejo, un momento trunco. Lo que iba a ser historia, alegría y desahogo, se convirtió en incredulidad, frustración y desconsuelo ¡Cómo no llorar, Andrade! Lo bueno es que el fútbol, siempre, pero siempre, da revancha. La próxima vez, a pegarle primero y acordarse de todo después.
***
Lo vio escapar al “10”, y supo que estaba listo. Partido 2-1 en contra, últimos segundos, 4 a 1 en diferencia númerica y la certeza que si había algún resquicio para sacarla, sería la atajada de su vida, que poco serviría, más que para un bálsamo personal y para sentirse aliviado, ganarse algún recuadro en el diario y miles de videos. Quizás, dibujar la “atajada del campeonato”.
Dejó de pensar cuando el 10 lo enfrentó. ¿A qué cubrir? ¿El primer palo? ¿Al goleador de ellos? ¿Al pibe que recién entró? ¿A ese otro jugador que ni siquiera puede identificar? (Después, viendo las fotos, se supo que era Exequiel Palacios) ¿Y si el 10 de ellos la pica como para humillarlo aún más?. No, mejor quedarse atornillado y esperar.
La pelota viajó al medio, el estadio y los relatores comenzaron a dibujar el “Goooo” que iba a acompañar el ingreso de la bocha, mansa, a la red. Acompañó con su cuerpo la trayectoria y esperó el impacto. Vio que el goleador se excusó de definir, el otro estaba más atrás. El pibe del club, ese que soñó con esa jugada toda su vida, apenas la desvío.
No iba muy rápida, no iba muy fuerte. ¿Tenía chances de sacarla? ¡Tenía chances de sacarla! Y así se estiro, reptó, voló, se teletransportó Lucas Mauricio Acosta y dibujó la atajada de su carrera. ¿Cuántos hombres pueden jactarse de, en un manotazo, llevarse el alarido de una multitud? Acosta puede. Incluso por sobre la sombra del inolvidable Juan Carlos Olave, que en ese mismo escenario dibujó su gesta más épica. Acosta se ganó un viaje a todos los videos resúmenes de este torneo, al especial de “TyC Sports” de fin de año y a las pesadillas, de por vida, de Tomás Andrade. De pronto, el 1-2 ya no fue tan doloroso para él. El fútbol también le dio una pequeña revancha.
Comentarios