El proyecto de reforma política y electoral que presentó el poder ejecutivo toca muchos temas. Entre ellos, el más destacado por los grandes medios y la mayoría de los dirigentes políticos ha sido la introducción de la boleta única electrónica como sistema de votación. Sin embargo, pasó relativamente desapercibida para la opinión pública la potencial reparación de una deuda histórica de nuestro país (y de la mayoría de los países del mundo): la paridad de género en los cargos legislativos.
¿Y eso qué es? Simple: si se aprueba, las listas de Diputados Nacionales deberán intercalar un hombre y una mujer. Eso llevaría a que la composición de la Cámara tenga aproximadamente un 50% de personas de cada sexo. En las de Senadores debería haber un varón y una mujer como titulares, en el orden que fuera y con suplentes de igual género, con el mismo objetivo.
En principio, eso es relevante porque las mujeres son objetivamente perjudicadas por el funcionamiento de la sociedad, dado que tienen salarios más bajos que los varones y tasas de desempleo, informalidad laboral y pobreza más altas. Además, les es más complejo acceder a cargos directivos tanto en el sector privado como en el público. Por ejemplo, según datos de CIPPEC, en el Poder Ejecutivo solo el 22% de los cargos jerárquicos son ocupados por mujeres. Así, estamos en presencia de una acción positiva que ayudará a ejercer sus derechos políticos en posiciones de poder a personas que tienen dificultades laborales sólo a razón de su género.
Por otra parte, el cupo femenino del 30% establecido en 1991 resultó ser una “trampa” en el largo plazo. Si bien funcionó en el corto y el mediano, aumentando el porcentaje de bancas ocupadas por mujeres en la Cámara de Diputados de 4% en 1987 a 38% en 2003, éste se estancó en ese nivel desde aquel momento. En el Senado, la proporción es de 42%, debido en parte al sistema electoral (solo se eligen dos cargos titulares), pero el argumento aplica también. La inercia que generó la práctica de intercalar en las listas una mujer cada dos varones llevó a esa situación. Es por eso que se sostiene habitualmente que la ley de cupo “es un piso, pero también un techo“. Así, la paridad llevaría a una igualdad real en la cantidad de bancas de cada sexo y, por lo tanto, a una Cámara más representativa de la composición de la sociedad.
Existen también, por supuesto, argumentos en contra de esta idea. El más difundido, al que suscriben – por ejemplo – el periodista Jorge Lanata y el Diputado Nacional Pablo Tonelli, es el que sostiene que el criterio para ingresar a la Cámara no debe ser el género, sino el “mérito” o la “capacidad“. Esta idea tiene, cuanto menos, dos problemas: uno es empírico y el otro teórico.
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El evidente problema empírico tiene que ver con suponer que los diputados que se eligen con el sistema actual son, en promedio, más capaces que los que se elegirían con la paridad vigente. Sin embargo, el sistema actual no garantiza el ingreso de Diputados “capaces” ni está claro que deba ocuparse de eso o que desee hacerlo. En rigor, el argumento parece sugerir que con la paridad vigente quedarían fuera de las listas hombres “capaces” para dar lugar a mujeres “retardadas” (así las definió Lanata). Eso no solamente es falso, sino que parece cumplirse lo inverso: hoy están fuera de la política mujeres capaces que participarían si no les fuera tan complejo llegar a cargos relevantes.
El problema teórico es el que tienen todos los argumentos basados en la “meritocracia”, y es que solo son aplicables en la medida en que la “línea de largada” sea para la misma para todos los participantes de la carrera. No alcanza con ser mucho mejor que otro si se parte de una base mucho más lejana a la meta, lo cual – según se argumentó más arriba – les sucede a las mujeres. Por ejemplo, eso se observa en el hecho de que entre los mejores promedios de las universidades hay más mujeres que hombres, pero más de ellos entre quienes llegan a hacer posgrados. Así, si se toma como criterio la capacitación formal es posible que se contraten más hombres pero no porque sean más inteligentes, sino porque el propio proceso tiene todavía un “techo de cristal” para ellas.
Por lo tanto, la iniciativa es digna de celebrarse, y merecen las felicitaciones de toda la sociedad quienes se cargaron al hombro la lucha por la incorporación de ese artículo a la normativa. Muchas fueron mujeres pertenecientes a organizaciones de la sociedad civil, académicas y legisladoras oficialistas y opositoras. El compromiso de los hombres con esta lucha debería ser más intenso, al menos en lo que refiere a visibilidad pública.
Es cierto también que una vez que esto se lleve a la práctica será necesario empoderar a las mujeres en el funcionamiento interno de las Cámaras (presidencias de Comisiones relevantes, etc.) y pensar mecanismos para llevar esta idea – sin imponerla, porque no es posible – a los otros poderes del Estado y al ámbito privado. De otro modo, no se estaría aprovechando del todo el potencial que la paridad tiene como antecedente y como declaración de principios.
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