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La paradoja de condenar la corrupción

El hecho de que todos nos indignemos con la corrupción no conlleva ningún riesgo... ¿O sí?

Es difícil no enojarse al enterarse que un ex funcionario fue detenido in fraganti con bolsas de dólares. Ocho millones. Sí, ocho millones. A cambio de hoy, son aproximadamente 118 millones de pesos… Un vuelto. Y se hace directamente imposible no indignarse al saber que estaba intentando enterrar esa guita en bolsas de consorcio en un convento alejado de la ciudad y con una ametralladora colgada. Obsceno hasta lo cinematográfico.

lanataEsto remite a los informes que empezó a publicar Periodismo Para Todos (Jorge Lanata a la cabeza) en 2013. En aquel momento, a los opositores al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner se les hacía fácil criticarlo desde ahí, mientras que los más afines pedían pruebas contundentes. Nótese que nadie discutía lo malo de la corrupción, sino su efectiva ocurrencia, argumentando que una acusación de ese tenor debía fundamentarse mejor en la justicia.

La evidencia contundente apareció. Se mostró inapelable, incontrastable e inaceptable. Así se zanjó, entonces, aquella disidencia sobre la existencia o no de corrupción durante el proceso político que se llevó adelante los últimos doce años. Con eso se cerró una parte de la tan mentada “grieta”, porque el consenso anticorrupción ya no fue solo una abstracción, sino que se materializó en un hecho concreto, en una imagen para la que más de mil palabras sobran.

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No es la intención de este artículo negar que ese consenso es una excelente base para la generación de nuevas y mejores políticas de transparencia y anticorrupción. Además, sería imposible. Sí lo es, en cambio, llamar la atención sobre una paradoja que se da a partir de él. En general, las ideas sobre las que existen consensos se dan por sentadas. En Argentina, por ejemplo, nadie discute que deban existir hospitales públicos, que está bueno plantar árboles o que es deseable que la Selección gane todas las competencias en las que participe. Del mismo modo, nadie discute que la corrupción es condenable moral y legalmente.

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CFK también puso en el centro de la escena las políticas públicas en la carta que publicó en su Facebook.

Sin embargo, que eso implique una actitud activa contra la corrupción no es para nada obvio. De hecho, buena parte de la “defensa” del arco político kirchnerista se basó en las políticas sociales exitosas de ese proceso (también innegables, al menos una parte de ellas). Es como si concedieran que el hecho de tener a López manejando una caja enorme y afanándose la guita en pala es horrible pero, con ello, orientaran la discusión al eje de la política pública para marcar diferencias, porque en lo otro “ya estamos todos de acuerdo”, pensemos como pensemos. Ese argumento, poco más que una versión ligeramente sofisticada de la famosa falacia “roban pero hacen”, se constituye en un riesgo enorme: dejar de tener en cuenta la corrupción porque ya hay acuerdo, y quitarle el foco de atención para llevarlo a otro lado.

Lógicamente, tanto la corrupción como las políticas públicas son importantes y deben discutirse, pero hay que tener presente que un peso que se va en corrupción no solo es un peso robado, sino que es un peso menos invertido en políticas públicas. Por eso no puede existir un “nivel de corrupción aceptable”. El único es cero. Así, si se da por sentado el consenso y se quita la atención de ahí, algo está fallando. No importa a dónde vaya esa atención.

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José López, el nombre propio de la corrupción.

De ese “roban pero hacen” surge otro peligro. Esa situación pone a todos los partidos en pie de igualdad, lo cual supone que en todos existen este tipo de casos. Al menos desde el punto de vista de la evidencia concreta, eso no es verdad. En este caso puntual, la corrupción se hizo carne y tomó un nombre, un apellido y un cargo: José López, Secretario de Obras Públicas entre los años 2003 y 2015. Por tanto, su partido no debería discutir con los demás más que asumiendo una posición autocrítica, lo cual sucedió solo parcialmente y en permanente tensión con la actitud de desvío de la atención previamente descripta (que fue mayoritaria).

Del consenso anticorrupción, entonces, no se sigue necesariamente un camino, sino dos. Una opción es actuar activamente condenando moralmente al involucrado, bregando porque el proceso judicial llegue hasta las últimas consecuencias y proponiendo nueva reglamentación sobre el tema. La otra es sostener una posición pasiva, tomando el acuerdo social como suficiente, suponiendo que “son todos iguales” y, así, desviando el eje de la discusión a las políticas públicas. Es necesario entender que no da lo mismo que la sociedad centre su atención en el tema o que no lo haga. Esto último lleva a olvidar a los culpables y ese es, sin dudas, el camino más fácil para que estos hechos se repitan y para aceptar a la corrupción como un mecanismo constitutivo de nuestro sistema político, lo cual resulta aberrante e inaceptable.

Así, que se condene la corrupción desde todos los ámbitos e ideologías es una base necesaria, pero insuficiente, porque luego de eso es necesario tomar un camino o el otro. Si se toma el camino equivocado, el resultado que se genera en la práctica es el mismo que si no hubiera habido acuerdo (la repetición del hecho), y ese es precisamente el riesgo que ese consenso acarrea. Es imperante mantener los ojos muy, muy abiertos, para elegir el sendero correcto, aquel en el que no se dan las cosas por sentadas y en el que nada es obvio ni trivial respecto a la corrupción. En otras palabras: ni olvido ni perdón para los que se quedan con la plata de la gente, sean del signo político que sean.

Matias Tarillo
Politólogo por vocación, futuro economista por curiosidad, periodista por elección. Hincha de Alvarado de Mar del Plata y de alma menottista. El mundo es redondo y de ricota. Si por mí fuera, haría asado todos los días.