Esta vez tenía razón. Desde aquel abril de 1943 cuando usted Antoine de Saint Exupery publicó “El Principito” nos preguntamos por la frase que inmortalizó para la eternidad. “Lo esencial es invisible a los ojos”. Le confieso Saint Exupery que tengo mis dudas en ciertas ocasiones. Pero esta vez, esta vez usted tenía razón.
“Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil“, sentenció el Principito describiendo aquel farolero de ese quinto planeta que nos regaló usted Saint Exupery. Y repito, esta vez tenía razón. La vida y este planeta, que no es el quinto planeta del que hablaba el Principito, sino más bien el tercero según nos indicaron las maestras de los primeros grados de nuestra infancia al estudiar el sistema solar, está lleno de faroleros que prenden estrellas o flores en cada momento.
La ocupación de Muhammad Ali fue mucho más que ser boxeador, fue mucho más que ser uno de los mejores deportistas de la historia. Su ocupación fue siempre farolero, como decía usted Saint Exupery. Si, farolero. El deporte fue el medio que escogió para encender estrellas y flores en cada lugar donde estaba.
Arriba del ring peleaba contra los mejores. Perdió grandes peleas y ganó otras tantas históricas. Abajo del ring luchó contra los peores, contra los más poderosos, sin miedo a exponer un sistema perverso que, como dijo usted Saint Exupery, era invisible a los ojos. Ese poder real, la esencia del sistema más injusto, era invisible a los ojos del mundo. Ali simplemente encendió los faroleros para que el mundo abra los ojos y luche contra la injusticia más injusta que reina hasta ahora: la desigualdad social.
Tal vez fueron los ojos de aquella moza de un bar de la ciudad estadounidense Louisville los que primero se empezaron a abrir ante la lucha de Alí en 1960. Todavía con el nombre de Cassius Clay, que luego cambiaría por Muhammad Ali tras incorporarse al Islam, Ali obtuvo para los Estados Unidos la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma. Su sueño en aquel momento no se vinculaba a la emoción de escuchar el himno de su país ni de alzarse con la medalla en lo más alto del podio. Su sueño era un mundo más justo e igualitario. Y no esperó empezar su lucha. El primer round fue ahí en Louisville con aquella moza. Ali, campeón olímpico y representante del país en que se encontraba, le pidió un café, mientras estaba acompañado de su medalla dorada. La moza, como si fuese George Foreman, golpeó en lo más profundo a Ali. “No servimos a negros aquí”, sentenció ella. Los ojos de aquella moza hasta aquel momento estaban cerrados.
Debo remarcarle una cosa a usted Saint Exupery. Hubo alguien que si vio en aquel entonces lo esencial de Ali: su lucha social. Fue su rival. Amenazado por su repercusión mundial y popularidad, quiénes imponían la desigualdad, el racismo, vieron en Ali su rival más difícil de noquear. Y es que si una piña lo tiraba a la lona, Ali siempre encontraba las fuerzas para ponerse de pie y seguir luchando. El 8 de mayo de 1967 el Gran Jurado Federal de los Estados Unidos lo acusó formalmente de deserción, luego de que Ali se negara a ir a la Guerra de Vietnam con el ejército de su país. “No iré a tirar bombas en Vietnam mientras a los «negros» de mi tierra los tratan como a perros. El verdadero enemigo de mi gente está aquí. No traicionaré a mi religión, a mi gente ni a mí mismo convirtiéndome en un juguete para esclavizar a quienes luchan por justicia, libertad e igualdad. ¿Y si voy preso qué? Ya estamos presos desde hace 400 años“, justificó Ali. Le quitaron su título mundial de pesos pesados y le suspendieron su licencia de boxeador por cuatro años. Le sacaron lo visible a los ojos de un mundo ciego en aquel entonces. Pero lo esencial de su vida, eso invisible a los ojos como nos enseñó usted Saint Exupery, estaba intacto. La lucha por un mundo más justo no terminaba. La campana no había sonado.
Ali le dijo que no a lo impuesto por el sistema. Luchó contra la Guerra de Vietnam, contra el racismo, luchó por los marginados. Y trascendió fronteras. Los faroles que encendía en cada punto del planeta Ali iluminaban a estrellas y flores que germinaban para crecer desde ese momento. La visita de Muhammad Ali en cada lugar era el comienzo de un camino de lucha constante. Y aunque el poder más siniestro de todos le quitaba títulos, licencias, posibilidades de subir a un ring, lo visible a los ojos, la esencia de él estaba intacta.
Pero algo entendió Ali. Los faroleros que usted nos enseñó Saint Exupery no pueden solos. Necesitan juntarse. La lucha en sociedad noquea cualquier rival que suba al ring. Por eso se juntó con Mandela. Por eso charló y luchó junto a Malcom X, activista estadounidense, por los derechos de los afroamericanos.
En 1974 lo visible a los ojos, pero no tan esencial para Ali, volvió a su poder. El título mundial de los pesos pesados volvía a su verdadero dueño. Lo esencial en la vida de Ali, invisible para quienes impedían que se perciba su revolución, seguía a paso firme. La justicia y la igualdad social eran los motivos de cada farol que encendía Ali.
El parkinson fue, tal vez, el rival al que nunca supo cómo pelearle. Desde que se subieron al ring, Mr. Parkinson lo tuvo contra las cuerdas y Ali simplemente aguantaba los golpes y otros los esquivaba. Mientras tanto el mundo empezaba a observar lo que tanto mostraba Ali. No estaba seguro, pero seguramente ya podría ir a tomar un café a aquel bar de Louisville, donde lo echaron a principios de la década del ’60. Finalmente, el 3 de junio de 2016 el parkinson lo terminaría de noquear.
Es verdad Saint Exupery. Tenía razón usted. “Lo esencial es invisible a los ojos”. Los títulos, las medallas no son lo esencial en la vida. Lo esencial será siempre la lucha por un mundo más justo e igualitario. Eso que el siniestro poder quiere ocultar. Por suerte hay faroleros como Ali que vienen al mundo a iluminar estrellas y flores que prenden hasta la eternidad, como “El Principito”.
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